14 enero 2011

Ardor Guerrero

La falta de términos de comparación y la pura fuerza de la monotonía pueden acabar otorgando un aire cotidiano de normalidad a los mayores absurdos y a las monstruosidades más bizarras.
Antonio Muñoz Molina

Lo primero que he de decir de este libro de Muñoz Molina es que me ha gustado considerablemente. No sé exactamente por qué decidí empezar a leerlo. Tal vez por el recuerdo del Invierno en Lisboa, o tal vez por la curiosidad de saber qué pasaba (por lo menos en opinión de uno de los grandes de la literatura, y no precisamente muy entusiasta, al menos de primeras) en el servicio militar. El caso es que me alegro de haberlo leído.

Para los que no hemos vivido el servicio militar es una descripción bastante exhaustiva del mismo. Mezclado, además, con las sensaciones de un recién licenciado universitario que ha de forjar su futuro, de ir eligiendo caminos, de mi misma edad, con las problemáticas políticas de la época (finales de los 70) y los conflictos ideológicos internos hacen que el libro no sea una mera descripción de qué pasaba en los cuarteles sino que sea también una manera de descubrir a un personaje con, según me parece, inquietudes, sensaciones e impresiones bien parecidas a las mías.

Me ha llamado mucho la atención la descripción que hace del momento político de la época. Por un lado el terrorismo salvaje (Muñoz Molina fue destinado en San Sebastián) y el miedo que lo envolvía todo. También me impactó la simpatía y hermanamiento que había entre los paisanos de las regiones históricas de España, o que al menos tenían un rasgo característico y claro (catalanes, canarios, vascos, andaluces, gallegos, etc.) y, en parte, he querido compararla con la situación actual y he querido ver una similitud entre el día a día. Y por último, respecto al plano político, mucho me ha llamado la atención la descripción que hace de la estrategia política de la izquierda de entonces y que, en buena parte, todavía hoy venimos arrastrando. Dejo un párrafo para ilustrarlo.


Si es verdad lo que decía Chesterton, que se deja de creer en Dios y en seguida se cree en cualquier cosa, en el umbral de los ochenta y en el azaroso ecumenismo de aquellos cuarteles se comprobaba que con tal de no ser español casi todo el mundo decidía ser lo que se presentara, poniendo incluso más furia en la negación que en la afirmación, como si que a uno lo llamaran español fuera una calumnia. La izquierda, que por aquellos años se había quedado sin banderas, sin banderas republicanas ni banderas rojas, culminaba su ineptitud rescatando banderas regionales, inventándose, como la carcundia romántica del siglo XIX, tradiciones e identidades ancestrales, sagradas fiestas vernáculas, diatribas de víctimas seculares del centralismo español.

Por último, me planteo que hubiera sido de mí de haber ido al servicio militar, cuánto hubiera cambiado mi vida, o por lo menos, la manera de entenderla. Cierto es que las cosas que se describen en el libro (novatadas, guardias, abuso de los mandos, etc.) no tiene nada de envidiable y no queda sino soltar un leve suspiro de alivio. Pero por otro lado, al final del libro, cuando habla de los recuerdos de la mili, de las personas que allí conoció, de la amistad imperecedera que forjaron, como todas aquellas que se forman a partir de un sentimiento común, de una empatía necesaria, he de reconocer que siento cierta envidia, o al menos, cierta curiosidad. Y entonces me pregunto, con ese romanticismo e idealismo que uno plantea sobre las cosas que sabe que son imposibles y pasadas, sobre las proyecciones hacia el pasado de su propia vida: ¿hubiera merecido la pena el haber ido al servicio militar?

2 comentarios:

Toni Sagrel dijo...

Me ha llamado la atención lo que has escrito sobre este libro de Muñoz Molina y sobre el significado (o lo que representó en su momento) el servicio militar.

Quienes cumplimos en su momento con la conocida "mili", lo hicimos con el convencimiento de que nos convertiríamos en verdaderos "hombres".
Cultural y socialmente, y desde pequeños, siempre nos referían ese período como uno de los más importantes para nuestras vidas. Y efectivamente, para lo bueno y para lo malo, así fue.

En mi caso personal, marché voluntario con 18 años ya que mi intención era ser militar profesional. Estuve 20 meses en el arma de Artillería. Traté con todo tipo de personas, procedencias, culturas y situaciones.

Lo mejor: que todos nos encontrábamos en pie de igualdad, que la solidaridad entre algunos soldados prevalecía ante las dificultades, y que nos dimos cuenta de lo difícil que era estar fuera de casa, ser disciplinados y buscarte la vida (en todos los sentidos) aprendiendo a sobrevivir.

Lo peor: que muchas labores que allí se hacían, nada tenían que ver con lo que era o se suponía que era la "mili".

También me frustró el conocer como casi el 50 % de la tropa no solo no tenía los estudios básicos, es que casi no sabían leer ni escribir.
Afortunadamente, casi todas las tardes en el Cuartel asistían obligatoriamente a unas clases que se impartían y se denominaban "Extensión cultural". La mayoría de estas personas finalizaron la mili sabiendo perfectamente leer, escribir y las "cuatro cuentas".

Aunque parezca lo contrario, la mayoría de los militares profesionales estaban preparadísimos. En todos los sentidos.


Me llamó mucho la atención como casi todos los mandos (algunos, ejemplares) respetaban y sin rechistar al nuevo Gobierno democrático. Hablo de 1983, siendo ministro de Defensa un tal Narcís Serra.
Y por contra, en muchos despachos -aún- continuaban los retratos del dictador.

Gonsaulo Magno dijo...

Muchas gracias Toni. Yo, como digo por ahí, por suerte o por desgracia, soy lo demasiado joven como para poder haberlo hecho. Agradezco el punto de vista de alguien que sí que estuvo.

Un saludo