19 septiembre 2012

Lo Bueno y lo Malo como Elementos de Poder

No puedo desear que ganen los buenos, ya que ignoro quienes son.
Gonzalo Torrente Ballester

Encontrar una definición acerca de lo bueno y de lo malo puede resultar harto difícil, sobre todo cuando los conceptos están viciados por el lenguaje y los usos. Si miramos a estos conceptos desde su acepción ética, desde su valoración axiológica/normativa, lo que sí parece más o menos claro es que ambos conceptos son antagónicos entre sí, es decir, algo no puede ser bueno y a la vez: una conducta no puede ser buena y mala a la vez.

Lo enunciado en el párrafo anterior se cumple siempre que consideremos que lo bueno y lo malo son conceptos fijos, no relativos, eternos. Pero, ¿es realmente así? ¿O son los conceptos bueno y malo conceptos discrecionales?

Aunque pueden ser varios los parámetros sobre los que medir estos conceptos (la bondad asociada a lo natural, la bondad asociada al altruismo, etc.), la bondad y la maldad, al fin y al cabo, no es sino reducir el mundo a dos mundos: todo fenómeno de la realidad se acaba insertando en uno de estos conjuntos, lo cual lleva a una simplificación excesiva de la realidad. Esta reducción del mundo, cuando no existe en ella un ánimo de verdad, nobleza o autenticidad, puede ser realmente atractiva a la hora de trasladar mensajes a la sociedad y a la opinión pública.

Imaginemos que uno de los grupos de la sociedad que pugna por el poder (no necesariamente político) consigue establecer en la mente de los demás que todos los actos y opiniones emitidos por su parte forman parte de lo “bueno”. ¿Qué más argumentos habría que esgrimir o qué más razonamiento serían necesarios para el convencimiento de los demás que partir de la calificación de bueno? ¿Cómo se destruye esa presunción de bondad?

La simplificación de la realidad en bueno y malo puede ser peligroso, máxime cuando se han perdido las referencias sobre qué es bueno y qué no. De la misma manera, el que ostenta en sus opiniones y actitudes la calificación de bueno, ya tiene una gran porción de legitimidad. Es por ello que puede decirse que la capacidad de enunciar qué es bueno y qué es malo es un gran elemento de poder.

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09 septiembre 2012

El Sentimentalismo en las Ideas

No es con una idea como se levanta a un hombre, sino con un sentimiento.
Hipólito Taine

Desde un plano teórico, el debate de ideas debe ser aquella discusión en la que los participantes, mediante la razón y argumentación, consiguen hacer ver en los demás la bondad de las ideas que uno defiende. Entonces, cada uno de los participantes en la conversación, aportará su punto de vista fundamentado en su conocimiento y experiencia con el fin de hacer recapacitar al resto de interlocutores. Estos otros interlocutores, siempre en teoría, cuando reconozcan la superioridad de otra idea o la estimen más apropiada para el caso debatido, aceptarán esta nueva visión del problema o cuestión, y entre todos concluirán una misma idea, ya sea original de alguno de los exponentes, ya sea amalgama de varias de ellas.

Sin embargo, la práctica va por otro lado. Rara vez en un debate alguien cede ante las ideas de los demás, al menos en el propio debate, por muy convincentes que estas sean.

Las ideas pueden parecer a priori entes asépticos alejados de toda emotividad y sensación, simples argumentaciones expuestas en un plano lógico, abstracto, difuso y alejado de los individuos concretos. Pero mucho me temo que no es así.

Las ideas, en cierta manera, pertenecen a sus dueños. Defender una idea es más que defender una proposición lógica abstracta, es defender parte de uno mismo.

Cada individuo necesita hacerse una composición del mundo. Dicha composición está formada por ideas que le ordenan los objetos y fenómenos de ese mundo y establecen una serie de relaciones, causas y finalidades. La alteración de una de esas ideas, sobre todo si es fundamental, es la alteración del mundo, de la realidad.

El individuo, además, es consumidor de seguridad. El conocimiento de la realidad es una dimensión básica de esa seguridad: el creer que uno sabe cómo funciona el mundo y cuáles son los elementos que lo rigen es fundamental para esa seguridad. Nadie se siente igual, por ejemplo, el primer día que uno visita una ciudad.

A la seguridad, hay que añadirle además un sentimiento de pertenencia. En cierta manera, las ideas nos pertenecen. Son nuestras, sobre todo si somos incapaces de recordar donde las hemos aprendido o adquirido. Defender nuestras ideas es, en cierta manera, defendernos a nosotros mismos, y en esta defensa va implícito un sentimentalismo, unas emociones hacia esas ideas. La defensa de unas ideas que creemos nuestra se convierte entonces en una lucha de “lo nuestro”, al igual que defenderíamos a nuestra familia o nuestro equipo de fútbol. En cierta manera en las ideas también se da un sentimiento de pertenencia.

De este sentimiento de pertenencia/posesión y este sentimentalismo en las ideas nace un orgullo a la hora de defender unas ideas en una discusión. Es prácticamente imposible, si ésta es acalorada, que las ideas se reconozcan válidas por parte del “contrario” en el mismo momento del debate. Lo cual no significa que las ideas no penetren en el otro y que éstas sean inmutables una vez que se instalan en un individuo, simplemente necesitan cierto reposo para que el otro las adquiera o las empiece a sopesar, precisamente por este orgullo. Las ideas fluyen y varían, por supuesto, en cada uno, pero en el mismo momento del debate es difícil que reconozcamos la influencia de las otras.

Todo ello hace reflexionar sobre el carácter de las ideas. Las ideas, sobre todo las que forman parte de esa seguridad personal (religión, política, etc.) no son meros elementos abstractos que se modifican ante la evidencia de superioridad de otra. Ellas nos pertenecen, o nosotros les pertenecemos. Cuando las defendemos públicamente, en cierta manera nos defendemos a nosotros mismos, nuestra manera de actuar, nuestra manera de ser. Es tal vez por ello que un debate sosegado y cívico resulte tan complicado, ya que, en cierta manera, cambiar de idea significa reconocer que estábamos equivocados, y el orgullo no siempre lo consiente.

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