03 octubre 2018

La Caja de los Fantasmas

En apariencia, fácil es hacer desaparecer al vivo. La cuestión es hacer desaparecer al muerto. Un cadáver se entierra, un fantasma, no. ¡Matar! Y ¿Después? ¿Para qué cerrar la puerta al vivo durante el día, si ha de venir el muerto cada noche a sentarse en el borde de la cama?
Rafael Barrett 

Imagino que todo el mundo conoce el mito de Pandora. Ella al desposarse traía consigo una caja. Al igual que ella, todos tenemos una caja que viene con nosotros allá donde vamos. Una caja que bien sabemos que no debemos abrir. 


Ya le pasó a Pandora, aunque no fuera exactamente el mismo contenido. En el interior de la caja que ella abrió habitaban todos los males de la Humanidad mientras que en la particular que cada uno guarda en el fondo de su armario (o debajo de su cama) habitan sólo partes de la propia vida. Tampoco son iguales los fines: a Pandora la movía una curiosidad infinita por conocer lo que con cuanto celo se guardaba y tal vez fue la advertencia/prohibición de no abrirla la que de manera inconsciente despertó el deseo de saber de la protagonista del mito. Ya se sabe: la prohibición alimenta el deseo.
Por el contrario, nosotros sabemos de sobra cuál es el contenido de nuestra caja. Es posible hasta que hagamos inventario mental con excesiva frecuencia. Lo que a cada uno de nosotros nos arrastra a levantar esa tapa no es la curiosidad sino la soberbia: la errónea creencia de que todo lo que salga de nuestra particular caja de los fantasmas está domesticado y podremos imponerles nuestra voluntad, como si de una mascota se tratara.

Pero poco hay más salvaje que un fantasma. Los fantasmas siempre se desbocan. Nunca obedecen. Nada más salir de su jaula nos desordenan el mundo y es hercúlea la tarea de volver a encerrarlos. Algunos son incluso violentos y pueden durante la lucha, además, provocarnos magulladuras que pueden tardar hasta meses en sanar.

Seguramente nada de esto sea nuevo para nadie: es probable que todo el mundo conozca los riesgos de abrir su particular caja de los fantasmas. Es igual de probable que la inmensa mayoría no considere buena idea acercarse si quiera a ellas. Y, sin embargo, se abren.

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02 septiembre 2018

El Síndrome de Forrest Gump

“Mamá siempre decía que tienes que dejar atrás el pasado antes de seguir adelante”
Forrest Gump

Imagino que todos o casi todos habréis visto la película de Forrest Gump. Si hacéis memoria, me gustaría que recordarais la escena de esta misma película en la que el protagonista encarnado por Tom Hanks comienza a correr tras un desencuentro con Jenny. Es de esta manera que Forrest comienza a correr sin rumbo ni sentido alguno. Simplemente corre. Corre por correr. Corre porque, quizás, no encuentre otra cosa mejor que hacer. Parece que es la propia actividad de correr lo único a lo que le encuentra sentido o, precisamente, porque no tiene que darle ninguno.

Tras ese arranque, Forrest llega con esta filosofía hasta el mar de una de las costas de Estados Unidos. Y emprende entonces el camino hacia la otra. Y cuando encuentra ésta, vuelve de nuevo sobre sus pasos. Se tira así varios años y hasta consigue formar un grupo de seguidores detrás de él que lo siguen de manera ciega en su carrera infinita. Todo sigue así hasta que un día, de manera súbita, decide parar de correr. La gente incluso le inquiere acerca de sus motivos, pero él no da ninguno. Se vuelve a casa, dice. Y así lo hace.

Esto que le ocurrió al bueno de Forrest es una buena metáfora de lo que puede pasarnos alguna vez en la vida. De repente un día sufrimos un contratiempo. O simplemente reparamos en algún aspecto de nuestra vida que no habíamos reparado. Empezamos, por ejemplo, a ver la finitud de la juventud o vislumbramos un futuro cercano que difiera a la vida que llevamos ahora. Tal vez, por qué no, el desencadenante haya podido ser que un elemento de estabilidad en nuestras vidas se trunca, desaparece.

Cuando esto ocurre, la primera reacción en la mayoría de nosotros está invadida por un impulso vital más que de uno reflexivo nacido probablemente por la ansiedad o el desconcierto. Y, como hizo Forrest, empezamos a correr. ¿A dónde? ¿Para qué? Es lo de menos. Huimos. Huimos hacia delante. Sin ritmo. Corremos por correr. Y mientras vamos en esta carrera sin destino sentimos, al menos, que avanzamos. De una u otra manera hemos conseguido crear el espejismo de que seguimos adelante, que el obstáculo ha sido superado o que tomamos distancia de aquello que nos genera ansiedad.

Y así como le ocurrió al personaje de la película referida, podemos estar años en ese torbellino, en esa actividad frenética sin más sentido que la propia actividad. Y es en esa actividad donde buscamos el sentido de dicha actividad. Estamos avanzando porque estamos haciendo cosas, pensamos. Progresamos porque no paramos, porque no respiramos, porque se pueden cuantificar las actividades. Caemos en la ilusión de que movimiento significa progreso.

Todo es así hasta que un día nos sacude de repente una pregunta, ¿por qué estamos corriendo? De repente hemos olvidado el motivo que nos indujo a correr, probablemente porque hayamos digerido tal motivo y haya mermado aquello que nos impulsó. Dejamos de sentir el impulso frenético del movimiento. Hemos, siguiendo los consejos de la madre de Forrest, dejado el pasado atrás y es entonces cuando podemos seguir hacia delante. Es en ese momento cuando, como Gump en su película, decidimos parar y volver a casa.

Trozo de la película: https://www.youtube.com/watch?v=BsJuouD-qNE

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06 agosto 2018

La Inquietud Vital

Una gran filosofía no es la que instala la verdad definitiva, es la que produce una inquietud.
Charles Péguy

Puede que una de las características más visibles de la posmodernidad es la de mantener a los individuos en una actitud continua de “estar vivo”. Este estar vivo, que va mucho más allá de la mera supervivencia biológica, tampoco tiene una definición clara ni hay un consenso en torno a ello. Podría identificarse con la plenitud vital, aunque no del todo, porque la plenitud tranquila no parece estar del todo ligada a este “estar vivo”, que insinúa de alguna manera la experiencia activa.

¿Cómo podría describirse es estar vivo? Tal vez esta pregunta requiera cientos de páginas en un ensayo que explore más de una dimensión. Mi intención en estas líneas es simplemente llamar la atención sobre una de ellas: la de la inquietud.

En mi opinión la inquietud interior señala que una persona está viva. Esta inquietud puede revelarse de muy distintas maneras: desde la curiosidad científica a la necesidad de la exploración sensorial. Lo que sí parece que tienen de común denominador es la no conformidad con la realidad actual, con la situación presente. La inquietud arrastra al individuo al movimiento, a la acción, ya sea, como apuntaba arriba, desde una búsqueda intelectual a una experiencia.

El movimiento va intrínseco a la vida. Lo inerte está muerto y hay quien pese a respirar sufre interiormente una "estaticidad" tal que lo asemeja al mundo inanimado. Tal vez por eso la vida se asocie más a la juventud: por esa ingente de proyectos y energía que desprende, por la búsqueda continua de algo nuevo, de algo diferente. Es la inquietud el motor de las personas. Es, en cierta manera, la que dota de sentido las existencias.

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10 abril 2018

La Trascendencia a través del Tiempo

El tiempo físico nos es extraño, mientras el tiempo interior es nosotros mismos.
Alexis Carrel

Leyendo un pasaje de una novela en el que los protagonistas mantenían una conversación con aires de trascendencia se me ha venido a la cabeza un párrafo de Risto Mejide en el que hablaba sobre ciertas conversaciones trascendentes que se tienen en la vida y que uno sólo es capaz de apreciar su trascendencia una vez que se ha depositado sobre ésta el sutil manto del tiempo.
E incluso voy más allá. Este mismo fenómeno sucede también con hechos de la vida de cada uno: hechos que uno juzgó en su día intrascendentes pero que con la perspectiva que proporciona el tiempo nos resalta la significancia del momento en nuestra propia intrahistoria.

Es la variable tiempo la que probablemente mejor nos ayude a comprender nuestras propias vidas, a encajar nuestros motivos y sentimientos dentro de un conjunto. Al igual que es ese mismo tiempo el que nos muta y también socava, haciendo que nos perdonemos a nosotros mismos y permitiendo que podamos contradecirnos con el yo pasado sin juzgarnos como traidores a nuestra esencial.

Es el tiempo, y la indulgencia que trae aparejada, quien nos permite evolucionar y avanzar, mirar las cosas de otra manera, entender a los otros y a nosotros mismos. Es por eso que, como bien auguraba Risto, sólo con cierta perspectiva se puedan apreciar la trascendencia de ciertas conversaciones.

Comparto a continuación el texto en sí como prueba de que el tiempo nos hace, o al menos permite, beber de aguas que antaño negábamos que alguna vez beberíamos. Lo comparto pese a que el autor no sea santo de mi devoción, aunque a veces se le escapen genialidades (al César lo que es del César). Y lo comparto también como agradecimiento a quienes previamente lo han compartido y, así, otros lo descubrimos.

“Y sin embargo, a lo largo de una misma vida, si tienes suerte y como mucho, tendrás dos o tres conversaciones memorables. Serán conversaciones que jamás habrás planificado. Serán momentos que vendrán disfrazados de uno más. Pero en cuanto te ocurran, o mejor dicho, en cuanto ya hayan ocurrido, los reconocerás, sin fisuras, sin lugar a dudas, con absoluta claridad. Son conversaciones que cambiarán el curso de las cosas. Son nuestros verdaderos puntos de inflexión. Jornadas de forma convexa que se volverán cóncavas al recordar.”

Texto completo aquí:  

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04 febrero 2018

Profesiones Estéticas

La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación.
Oscar Wilde

Alguna de las polémicas recientes y ciertos debates con amigos por las redes sociales me han incitado a llevar a cabo esta reflexión. La cuestión a debatir, según he entendido yo de los argumentos y consignas esgrimidos, es la no pertinencia de que haya ciertos oficios que estén basados en la belleza (imagen) de los sujetos que la desempeñan.

A mí parecer, esta no aceptación de la estética o la belleza como criterio de discriminación viene confundido por ciertas ideologías feministas que asumen (implícitamente) que la única virtud posible para la mujer sea su estética. No negaré que no haya sido así en ciertas épocas de la historia donde la mujer estaba apartada de todo protagonismo social, pero creo que en la España del siglo XXI una mujer tiene muchas salidas y capacidad de actuación social fuera de su imagen, y precisamente por eso, no entiendo los ataques que refieren a estas profesiones (como azafata o modelo) siempre que esta profesión haya sido y se ejerza sin coacción alguna. Profesiones que en algunos casos además están mucho mejor pagadas que la inmensa mayoría.

¿Por qué habría entonces de no contemplarse la estética como una variable? ¿Por ser innata? ¿Pero es que acaso las capacidades intelectuales no lo son? ¿O la condición física para los deportistas? Se podrá argumentar que tanto lo intelectual como lo físico se trabaja, se entrena, se perfecciona y moldea. ¿Acaso la estética no tiene también, como la condición física o la capacidad intelectual, su trabajo y servidumbres? ¿Tendría sentido, por ejemplo, prohibir el baloncesto profesional porque las personas más altas tienen más probabilidad de triunfar?
Hay, creo, también otro porque las profesiones relacionadas con la imagen no son vistas con buenos ojos: su relación con el poder y el prestigio social. Todas las sociedades tienen una serie de cánones (de prestigio social, profesiones que son mejores valoradas que otras; económico; ideológico/moral, etc.) y uno de ellos también es el estético. Estas profesiones criticadas no representan sino la élite de este canon, lo que implica un reconocimiento latente de que en la dimensión estética son lo mejor de una sociedad, con la repercusión de estatus y prestigio que ello supone. Por ejemplo, un/a modelo y dependiendo de en qué agencia (pensemos en Victoria's Secret, por ejemplo) tiene mucho estatus social inherente: supone ser la élite del mundo estético y, nos guste o no, supone un reconocimiento por parte de los demás, igual que ser jugador del Real Madrid o el Barcelona lo provoca.

¿Quién, a priori y sobre todo a determinadas edades, no quería ser jugador profesional de fútbol? ¿Por qué entonces no es lícito querer ser modelo en lugar de trabajar en un supermercado, por ejemplo? Se podría argumentar contra esto que ser un profesional del fútbol, además de sus connotaciones sociales y económicas evidentes, tiene también la satisfacción de "hacer lo que te gusta". ¿Es que el pose no es algo voluntario también? ¿Qué es si no una buena parte del contenido de Instagram? ¿Quién obliga a nadie a subir una foto de sí mismo intentando exprimir toda la estética/belleza que se pueda? ¿No estarían acaso encantados quienes publican de manera voluntaria y libre fotos de sí mismo, que además persiguen la obtención de cuantos seguidores sea posible, que se les diera un salario y unas condiciones laborables homólogas a las de un contrato laboral? ¿No será entonces que la crítica a determinadas profesiones no es una posición mezquina fundamentada más en una subjetividad (envidia, por ejemplo) que en una razón objetiva?

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