28 diciembre 2014

El fin y los medios en la política española actual

No tardará en transigir con el fin quien está dispuesto a transigir con los medios.
Arturo Graf

Una de las grandes cuestiones de la filosofía es la de si el fin justifica los medios. Especial relieve toma en consideración, o al menos visibilidad, esta pregunta en el ámbito político en el que las sociedades más justas (fines) deben ser soportadas y llevadas a cabo por unas políticas, hechos y acciones concretas (medios).


Aparte de mi consideración particular de que la democracia es un medio que supone un fin sí mismo (respeto a la ley, soberanía nacional, libertades y derechos fundamentales, etc.) cada vez me encuentro más evidente la diferencia en el plano político español entre unos partidos y otros.

Distingo, y vaya por delante que todo esto es una mera reflexión personal y no una verdad científica ni objetiva, de partidos que parecen estar obsesionados con el ganar unas elecciones, a toda costa, para (no lo dudo) llevar a cabo una transformación de la sociedad una vez se haya alcanzado el poder. Los discursos llevan consigo un tinte demasiado electoralista y, en algunas ocasiones, a sus líderes se les ha podido oír hablar de la necesidad de ganar, y que hay que ganar a toda costa.

Pareciera de estos partidos que hubieran pervertido el fin, que se supone que es la transformación social, por el hecho de ganar unas elecciones y alcanzar el poder, que podría suponerse a priori que es un medio.

Por el contrario, distingo otros partidos (uno destaca sobre el resto) en los que veo más nítida la voluntad de transformación de la sociedad por encima de los resultados electorales, en los que no aprecio tanto un discurso sobre la necesidad de ganar y la necesidad de que el cambio en la sociedad se transforme “desde arriba” (desde el gobierno), sino que más bien procuran ser un espejo en el que el resto de fuerzas políticas haya necesariamente que reflejarse.

Estos partidos reciben innumerables críticos, incluso desde sus mismo afiliados. Y tal vez sean estos afiliados los que en cierta manera, mediados por la impaciencia y por el mimetismo con el resto de fuerzas, pierden de vista el fin de la política, que no es sino transformar la sociedad en una sociedad mejor. Cambiar el mundo en definitiva.

Para mí, merecen mucha más admiración y respeto aquellos partidos que conciben las elecciones como algo secundario y que entienden que el mundo puede cambiarse no sólo a través del poder, sino a través del ejemplo. Seguramente una vez alcance el poder, éste los malee lo suficiente como para perder esta esencial, pero me cuesta otorgarles la presunción de buena fe a aquellos partidos (y sus líderes y militantes) que encuentran en el gobierno la única manera de transformar el mundo, la única manera de influir. Y desconfío, porque ya no sé hasta qué punto el fin de se ha desvirtuado de un “cambio de la sociedad” a un “alcanzar el poder”, habiéndo el primero venido a ser un medio en lugar del fin.

La política, como casi todo en la vida, nos sumerge en un mundo particular en el que se hacen perder las referencias. Cuando nos inmiscuimos tanto en algo a veces se nos diluyen los originales objetivos por otros que primeramente fueron meros medios. No sólo ocurre en la política, sino en el arte, en el trabajo e incluso las relaciones. Tal vez por ello se haga imprescindible la filosofía y el pensamiento distante.

En definitiva, desconfío de quien ansia de manera explícita el poder, ya que entiendo que éste no debe ser sino un medio, y veo en este cambio de objetivos/prioridades un peligro de que el poder sea el nuevo fin y su mantenimiento se haga a toda costa. Por eso prefiero aquellos discursos y medidas que van orientadas a un cambio en la sociedad, aunque no sean populares, pero estén guiadas por la razón y el deseo de convertir la sociedad en un sitio mejor. Aunque sea al margen de estar en el gobierno y acariciar de cerca el poder.


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19 noviembre 2014

La Temporalidad de los Hechos

No hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte.
José Hernández

Los hechos o eventos pueden clasificarse de muchas maneras, y una de ellas, de la que quiero hablar en esta entrada, es su temporalidad o duración en el tiempo. Teniendo como criterio clasificador este parámetro, a los hechos los podríamos dividir en dos clases (seguramente si se afinara más, podrían deducirse unas tantas más, pero permitidme la simplicidad): de acontecimiento único o de duración en el tiempo (de tracto sucesivo, siguiendo el lenguaje jurídico).


Los primero de ellos, los de acontecimiento único, no llevan necesariamente aparejados que se realicen en un único momento concreto de tiempo, es decir, que sean un segundo o minuto concreto. Se trata, más bien, de eventos que no llevan una repetición aparejada, que no son repetibles a lo largo del tiempo. O, más concreto, que su periodicidad, en caso de que se tenga, es conocida y concreta. Por ejemplo, cuando alguien visita una ciudad o hace un viaje concreto (piénsese en un viaje de estudios), éste tiene una duración determinada, un periodo de tiempo más o menos prolongado, pero se entiende que el viaje es único, que no se va a volver a repetir en el tiempo. También, por poner un ejemplo de una actividad periódica, cuando uno estudia una carrera, no tiene en mente hacer otra (sálvense algunos especímenes raros).

Por el contrario, los eventos de duración en el tiempo no tienen un final determinado, pueden volver a realizarse o disfrutarse de manera indefinida a lo largo del tiempo. Piénsese para este caso a aquella persona que se compra un piso en la playa. No tiene pensado un número concreto de usos (a diferencia de quien alquila una quincena, que sí), sino que espera de éste que su uso sea indeterminado de veces y prolongado en el tiempo. Casi infinito, podríamos decir.

Cualquiera de estos hechos o eventos puede ser catalogado en uno u otro grupo. Lo que los diferencia no es la actividad en sí, sino la expectativa de duración. Es esta expectativa la que los encasilla realmente en uno u otro grupo y no su duración efectiva. Y es la frustración de esta expectativa la que a veces nos descoloca con respecto a los hechos en sí. Prácticamente cualquier actividad puede ser colocada en uno de esos grupos. Los problemas vienen cuando creemos que el hecho en cuestión pertenece a una de estas categorías, siendo la realidad, que son parte de la otra.

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10 noviembre 2014

Metafísica de la Opiniones

Nuestras opiniones son la piel en la que queremos ser vistos
Nietzsche

En los tiempos que corren parece que no tener una opinión sobre algo te convierte en un ignorante. Pareciera, como digo, que carecer de opinión significara no pensar, no reflexionar sobre un tema en concreto sobre el que se debate o se discute. Por no hablar no ya de los temas de “actualidad” o alcance general, sino de los temas más personales o particulares de cada uno de nosotros o, más bien, porque así suele ser, de los otros.


El mundo de hoy casi nos impone una opinión. Que la opinión esté fundamentada o no es lo de menos. Lo importante es tener una opinión y, a ser posible, adherirte al bando que profesa esa opinión.

Ciertamente hay muchos tipos de opiniones de la misma manera que hay diversas variantes sobre qué se puede opinar. Tal vez otro día escriba una entrada haciendo un intento de sistematizar estas dos cuestiones, pero hoy tengo más interés en reflexionar sobre lo que podría llamarse la “metafísica” de la opinión.

Una opinión, al fin y al cabo, es un juicio de valor sobre un tema en concreto. Supone valorar algo. Calificarlo como bueno o malo, con la dificultad que traen consigo los conceptos de bien y de mal (en este blog hay algunas entradas al respecto). Es, por tanto, con todos los matices que puede llevar aparejada la opinión, una decisión binaria: un sí o un no.

Los individuos, muchas veces, antes de procurar una elaboración de una opinión a través de los hechos como tales, se adhieren a opiniones ya establecidas. Esto puede deberse a múltiples factores, tales como la confianza que inspira el opinante original (cuando no devoción), a la pereza de recopilar hechos, a la opinión que puede suscitar en otros el opinar de una u otra forma, etc. El caso es que no pocas veces la opinión que se tienen sobre determinadas temáticas no son originales, sino que son “prestadas” (por no decir robadas).

Una vez que tenemos una opinión sobre algo, necesariamente hemos de adoptar una actitud hacia ese algo, basándonos en esa misma opinión. Que algo sea bueno o malo genera necesariamente aceptación o rechazo, además de otra serie de actitudes que básicamente derivan de ésta. Nuestra conducta y actitud hacia las cosas se ve influenciada necesariamente por estas opiniones.

Pero esta actitudes y opiniones no sólo generan una aceptación o rechazo sobre las personas a las que van dirigidas las acciones, sino que también, el hecho de opinar de una u otra manera genera una aceptación o rechazo en los opinantes originales, que en cierta manera, sienten que han convencido al sujeto en cuestión. Esto puede verse especialmente en materia de consejos: cuando uno aconseja a alguien espera de éste que siga dicho consejo. No olvidemos que un consejo, en la inmensa mayoría de los casos, no es más que una opinión ante una situación o problema concreto.

Además de esto, hay que tener en cuenta una cosa: cuando opinamos, el producto de nuestra opinión es fruto de nuestras circunstancias en ese momento. Una misma cuestión puede ser vista de diferentes manera en momentos distintos de tiempo y ya no tan sólo porque nuestra configuración mental del mundo haya cambiado, sino porque nuestros sentimientos o estado de ánimo también ha mutado. Por eso, cuando opinamos, no sólo lo hacemos con base en un criterio racional, sino que lo que hacemos también es sufrir una suerte de empatía con el otro: nos ponemos en su pellejo, pero con nuestras propias sensaciones y experiencia.

En estos casos, esto es, cuando recibimos opiniones de otros, parece que el que debe actuar o tomar una determinada actitud, siguiendo o no las indicaciones o criterios ajenos, se descarga de responsabilidad. Cuando alguien sigue un consejo o una opinión ajena, siente que la responsabilidad se diluye, se evade, ya que el pensamiento o la determinación no es propiamente suyo. Sin embargo, habríamos de ser conscientes de que cuando seguimos una determinada línea de actuación, aunque ésta venga inspirada por otros individuos, somos nosotros mismos los responsables de las acciones y de las consecuencias, no cabiendo traspasar la responsabilidad a nadie más que a nosotros.

No son éstos, sin embargo, los únicos problemas de las opiniones. ¿Cuándo una opinión se convierte en verdad? ¿Cuándo una opinión es verdadera? Esto, me temo, será objeto ya de otra entrada.

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01 octubre 2014

Sobre la Propiedad y Posesión en las Relaciones Personales

Tener no es poseer. Puede tenerse aquello que no se desea. Posesión es tener y disfrutar lo que se tiene.
José Saramago

Aunque puedan parecer términos sinónimos y suelan ir aparejados, la realidad es que los términos posesión y propiedad son de naturaleza diferente. Mientras que el primero responde al hecho, el segundo alude al derecho. Y pese a que la realidad debería ser como norma el derecho lo cierto es que, la mayoría de las veces, aquélla campa a sus anchas.

Que propiedad y posesión no van siempre de la mano lo podemos apreciar en el mismo Derecho, en los que el derecho de propiedad no lleva siempre implícito el de la posesión. Piénsese en el usufructo por ejemplo, aunque bien es cierto que el derecho de plena propiedad sobre las cosas también implica el derecho a gozar de la posesión de las mismas.

Pero no es el mundo material en el que se encuentra esta dicotomía. En el mundo humano, en el de las relaciones personales, “propiedad” no siempre implica “posesión”. Entiéndase aquí propiedad como el título jurídico o moral que da derecho a una suerte de influencia o potestad de unas personas sobre otras; y posesión como la efectiva influencia o control de éstas.

Así, mientras que un jefe tendrá el “derecho” de mandar sobre sus empleados y, sobre el papel así lo haga, la realidad bien puede conducirse por otros derroteros, dándose la situación de que los empleados ignoren a su jefe, no lo respeten o le procuren el boicot de todo trabajo. Puede darse a su vez la situación en que uno de los empleados horizontales (es decir, de mismo rango en la organización) ejerza efectivamente la influencia sobre los demás y sea el que de facto controle la actividad de sus compañeros.

Puede verse aquí la diferencia entre un jefe y un líder, siendo la virtud o el “derecho” del primero una suerte de propiedad, mientras que la del segundo se correspondería con la posesión, siendo capaz de movilizar al personal y llevar a cabo (de manera efectiva) una serie de órdenes y actividades, controlando de hecho a las personas.

El control de una persona sobre otra (el poder, al fin y al cabo) es algo más sutil que las meras relaciones jerárquicas de sociedad. Se puede controlar a una persona (poseer) sin ningún título formal que lo valide (propiedad). Es más, puede darse la paradoja de que sea el supuesto “propietario” el que es “poseído” por la supuesta “propiedad”. Es por eso que el ámbito personal (y tal vez también en el material) la posesión siempre es más interesante que la propiedad porque es la que verdaderamente está conexa con la realidad, la que explica las conductas, las relaciones de lealtad e incluso las emociones de unas personas sobre otras. Es la que explica el poder interpersonal.

Este dicotomía propiedad/posesión se da en bastante más ámbitos personales de los que pudiera parecer (por ejemplo entre progenitores y prole), lo cual es un indicio más de que pese a que las sociedades estén estructuradas en normas (propietarias) de relaciones personales, no deja de ser interesante e importante estudiar el efectivo control (posesión) que ejercen unas personas sobre otras. Lo que sin duda da pie (pero lo dejaremos para otra ocasión) a un análisis en términos de poder de las relaciones personales en las vías normativa (propiedad) y fáctica (posesión).

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29 septiembre 2014

La política española a través de Grecia y Roma

Hay una cosa que se llamaba Occidente y que empezó con Grecia, con Roma
Arturo Pérez-Reverte

De sobra es sabido por todos que la cultura occidental hunde sus raíces en las culturas antiguas de Grecia y Roma. A través de esta entrada me gustaría poner de manifiesto una idea que me viene recurrentemente a la cabeza y que no está basada en más ciencia que mi propia experiencia y observación, por tanto, pido al lector que se entienda como eso: como un mero apunte mental y no como una tesis científica. Tal vez en el futuro, esta idea se desarrolle de manera más profusa en otro texto con la pertinente documentación. Pero de momento no es el caso.

Cuando uno mira hacia el panorama político español quiere ver en las diferentes familias ideológicas (el eje tradicional izquierda-derecha que, a mi modo de entender está desfasado y ha perdido la connotación que pudiera tener, aunque no obstante hoy lo utilizaré para intentar simplificar el discurso) una diferente concepción de la política, teniendo a su vez, y probablemente de manera inconsciente, un antecesor o referencia en las culturas antiguas que arriba se mencionan.

La vida política en la polis griega (Atenas) era una vida activa en la que todo ciudadano libre y natural de la ciudad participaba (o era impulsado a participar) en la vida de la ciudad. La actividad política ateniense tenía lugar en el ágora donde la libertad de expresión gozaba de términos casi absolutos: uno se subía a la tribuna y podía decir prácticamente de todo y el resto de sus conciudadanos atendía o no a sus palabras.

El órgano político principal era la asamblea donde todo ciudadano tenía derecho a la palabra. Es por ello que la palabra empezó a adquirir un valor fundamental, ya que de ella dependía el convencer a sus conciudadanos para la adopción de unas u otras políticas. De esta manera las escuelas de oradores empezaron a ganar adeptos y el estudio de la retórica era necesario para cualquiera que aspirara a ser político en Atenas. Elementos propios de esta época y circunstancia son los sofistas, maestros de la retórica y del arte de la palabra, que acababan por pervertir el mensaje y el contenido a través de adornos verbales (el más acérrimo atacante de este grupo de filósofos es Sócrates).

Por su parte, la vida política de Roma se fundamenta en la ley. Dura lex sed lex resume perfectamente la filosofía romana en ese aspecto. La ley es la ley y es inquebrantable. Puede que sea injusta, pero es ley, emana del poder legítimo y ha de ser acatada a toda costa.

Pariente cercano de este principio es el exceso rigor formalista del derecho romano en el que todo ha de quedar avalado por testigos y cuyos procedimientos, todos ellos muy rituales, han de ser llevados a cabo de manera estricta, so pena de quedar anulado por error en el procedimiento. Cualquier negocio jurídico es ritualizado. Los contratos son típicos. Todo queda regulado. Y en el derecho público y/o político tres cuarto de lo mismo: las instituciones son intocables y los actos de proclamación de cargos políticos solemnes.

¿No se saltaban los romanos acaso las leyes? Por supuesto que sí, pero que mientras que los griegos fundamentaban el cambio legal o el incumplimiento de las leyes en la justicia y persuadían (no siempre de manera limpia y lícita) a sus conciudadanos; en Roma las trampas legales se basaban en la propia ley, en interpretaciones retorcidas y en lagunas legales.

Una vez expuestas de manera somera y nada documentada las tradiciones políticas de unos y otros, ¿acaso la izquierda española no recuerda a la tradición griega en cuanto a continuas apelaciones a la justicia y derechos no positivados, continuas florituras en los discursos apelando a esa misma justicia y a la bondad, y con una tendencia a la asamblea? Y por otra parte, ¿no recurre de manera casi automática la derecha española a la ley y todo argumento político se basa en disposiciones legales que dicen tal o cual?

Por todo lo expresado es por lo que considero que la izquierda española, en materia política, bebe de la tradición griega mientras que la derecha lo hace de la romana. Vaya por delante que no hay opinión axiológica en lo escrito sino una mera observación continuada de actuaciones de unos y otros además de la comparativa con las tradiciones clásicas. Ya que cada cual opine lo que quiera.

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02 agosto 2014

De Románticos y Cínicos

Así es la vida: hay quien se abstrae de ella con esperanza y hay quien lo hace con decepción
Fabrizio Mejía Madrid

Reducir la personalidad de las personas a una etiqueta en la que se resuman su cualidades personales es una simplificación lo suficientemente palpable como para no ser tenida en cuenta como patrón científico o dogma de fe. No obstante, no deja de ser menos cierto que existen ciertos modelos de personalidad, ciertos elementos comunes entre personas que permiten construir una suerte de estereotipo que más o menos abarquen los principales rasgos de una persona. Estos roles, modelos o estereotipos se observan con mayor nitidez en el arte. Piénsese, por ejemplo, en la literatura y en las figuras que representan determinados personajes en determinados géneros, siendo, además, la existencia de estos tipos de personajes lo que en la mayoría de ocasiones determina el género en sí.

En concreto, hoy traigo aquí para analizar dos prototipos de personalidades que, aunque toda la entrada esté escrito en masculino genérico, no deja de ser aplicable de la misma manera al sexo femenino. La primera de ellas es el romántico. Éste basa la mayor parte de su acción vital en la inspiración que le proporcionan determinadas ideas. Ideas sobre conceptos abstractos en su mayoría, de cómo deben ser las cosas, de cuáles son los principios que han de regir los comportamientos humanos para hacer de este mundo un lugar mejor. El romántico es un ser ético y moral, una persona que rige la vida a partir de unas normas y unos códigos de honor y conducta. No es tan importante el resultado sino el cómo se lleva a cabo, cómo se transita el camino, como se deja un rastro inmaculado allá por donde se pisa.

Es también bastante común que el romántico sea un altruista: dedique sus esfuerzos para el bien de los demás y que sea este bien de los demás el que fundamente el suyo propio. Un romántico es capaz de sacrificar su propia felicidad por la de los demás, ya que entiende que esos demás es una causa más grande que uno mismo. Un romántico es un pintor de causas, un arquitecto de edificios de ideas y conceptos que sabe minimizarse a sí mismo con tal de que la obra sobreviva y sobrepase a sí mismo. El romántico cree en la utopía. Cree que todo es posible con el suficiente esfuerzo. Cree en el cambio de las cosas, en la mejora, en el progreso. Mira hacia delante siempre.

El cínico, por su parte, no cree en nada más que en sí mismo. Él es dueño y señor de propia vida. Nada rige por encima de su soberana voluntad, sin importarle las consecuencias. Su satisfacción es el control de sí mismo, de su emocionalidad, que siempre ha de aparentar ser nula, y de su voluntad. La sensibilidad no es sino una muestra de debilidad.

El cínico no siente ni padece. Es un tipo duro. No reconoce autoridad y no le teme a las consecuencias de nada. Todo da absolutamente igual. Bebe porque quiere, por disfrutar el momento, por crear una realidad que durará como mucho hasta la resaca del día siguiente. Tiene un aire resuelto y no hace planes para más de una hora. Vive al día. Vive al momento. No le importa donde pasará la noche ni donde comerá, ni si comerá incluso.

El cínico quiere vivir el momento y demostrarse a sí mismo que absolutamente nada merece la pena. Que todo es una farsa. Que toda idea más allá de beberse una copa o echar un polvo no es más que un idealismo, que ni da de comer ni proporciona placer, y, por tanto, no merece la pena mover ni un ápice por ella. Lo que importa es lo que se toca, lo que se siente ahora, no a través de fraudes envueltos en gratificaciones diferidas, en supuestas sensaciones de bienestar futuro. Pensar no da de comer ni aporta absolutamente nada.

Este personaje, cree que todo sistema no es más que una jaula que, al final, beneficiará a un determinado grupo de individuos. Siempre hay una intencionalidad oscura detrás de cada buena obra. Al cínico no le importa si el mundo cambia o sigue igual. Sabe que no puede cambiarlo y considera que intentarlo si quiera es un acto de ingenuidad.

Habiendo visto estos dos perfiles tan sumamente opuestos puede parecer paradójico que, en la mayoría de los casos, cuando uno rasca un poco dentro del corazón los cínicos, se da cuenta de que éstos no son más que unos románticos frustrados. Románticos que han sufrido la decepción de sus ideas a través de la realidad. Personas que han creído tanto en sus ideas y en su concepción perfecta del mundo que al chocar con realidad se han visto tan sumamente frustrados que no pueden soportar el dolor y deciden huir, deciden que a partir de ese momento ninguna gran obra o idea puede merecer más la pena que el presente, el ahora o el yo. Todo cínico ha sufrido una gran desilusión. Lo que se esconde detrás de los cínicos, como bien apuntó una vez un buen amigo mío, es la desesperanza, y es esa desesperanza, fruto muchas veces de la frustración, la que lo hace seguir las pautas cínicas y aferrarse a lo material, al ahora porque se les hace imposible tener fe en ningún futuro posible. El futuro les duele todavía.

Sin embargo, no parece que el cinismo sea para siempre ya que se basa en la voluntad de no creer. Es harto probable que en cuanto aparezca un atisbo de esperanza, el cínico abrace poco a poco, suavizando la voluntad de no creer en nada, y nunca exento de recelo, hasta, sin darse cuenta, volver donde solía y volver a mirar al futuro como un lugar donde se puede estar mejor.

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26 julio 2014

Incertidumbres y Verdades

La verdad os hará libres
Jn 8, 32

Son varias las situaciones en las que verdad e incertidumbre entran en lance una con la otra para ver cuál de las dos se sobrepone. Es uno de los grandes dilemas vitales, para los cuales no hay una solución universal, sino que cada cual, según su condición vital, elegirá una de las dos puertas que se presenta, aunque no siempre la puerta de la verdad queda accesible al que la solicita.

Las verdades pueden ser dolorosas, no cabe duda, pero son verdades. Son bases ciertas sobre la realidad, son un cimiento sobre el que poder apoyar en el futuro el resto de la edificación. La verdad proporciona la seguridad de lo cierto, y aunque aquélla pueda variar incluso a lo largo del tiempo, permiten al arquitecto vital trazar los planos del futuro.

La incertidumbre, por su parte, es inquieta. Nunca descansa. Siempre pretende suplirse a través de probabilidades, de posibles situaciones, las cuales se elaboran con datos parciales. La incertidumbre siempre busca respuesta a partir de indicios, lo cual hace difícil el trabajo con ella. Hay incluso ramas enteras de disciplinas científico-técnicas que tratan del manejo de la incertidumbre, como reducirla y cómo procesarla.

El trabajo con incertidumbre lleva a que la solución encontrada no sea la óptima, sino la probable (probabilidad, como ya hemos comentado, basada en indicios). Y en las leyes de la probabilidad, siempre cabe otra solución, incluso la menos probable. Improbable, en este caso, que no imposibilidad.

La incertidumbre lleva aparejada la especulación. Especulación que no siempre se basa en hechos, sino en las interpretaciones de esos hechos, que son a su vez especulaciones. La incertidumbre lleva por tanto a un castillo de otras incertidumbres, capaces sin lugar a dudar de distorisionar la realidad, de crearnos realidades subjetivas que poco tienen que ver con lo que realmente ocurre.

Sucede asimismo que esta incertidumbre se mezcla con el plano sentimental, con el plano de las emociones, lo que le proporciona aun más distorsión, ocasionando incluso una interpretación completamente surrealista. Sólo la razón sosegada (no la razón emocional, ya vendrá otra entrada sobre estos dos conceptos) es capaz de sentar ciertas bases de certeza, próximas a la verdad.

Como efecto secundario, la incertidumbre puede generar ansiedad, la cual nubla por completo las respuestas y soluciones, ya que la prisa y la necesidad de una verdad precipitan el razonamiento, no haciéndolo completo, sino al revés, sesgado. Queremos una verdad, una base sólida, aunque, valga la paradoja, esta verdad no sea verdadera, sino que es simplemente una solución precipitada fruto del ansia de cimientos vitales.

¿Cómo se reduce la incertidumbre? Sin duda, he aquí la gran cuestión. Cuando uno mantiene la serenidad vital suficiente, la reflexión y el pensamiento pueden ser suficientes. No obstante, cuando no tenemos la claridad necesaria por hallarnos sumergidos en el mar de la incertidumbre, tal vez es necesario elementos ajenos a nosotros (otros individuos, por ejemplo) no sirvan de rosa de los vientos, de brújula en el camino, y nos descifren verdades que a nosotros se nos escapan.

Podemos también intentar aplazar el planteamiento, y poner tiempo de por medio. El tiempo, en ocasiones, hace disminuir la ansiedad y, por ende, la incertidumbre y la claridad de pensamiento.

Lo que parece claro es que el trabajo con incertidumbre es duro, y no siempre lleva a caminos ciertos, sino que la propia incertidumbre se recrea y produce monstruos. Monstruos que, como a Don Quijote le ocurriera con los molinos, sólo nosotros vemos y es fundamental la figura de un Sancho Panza que sepa ponernos los pies en el suelo y devolvernos la claridad en la mente a base de verdades. Y es que, a fin de cuenta, no cabe la libertad ni el descanso sin la guía y la luz de las verdades.

(Entrada relacionada)

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22 julio 2014

La Necesidad de Expresión

El arte de la expresión no me apareció como un oficio retórico, independiente de la conducta, sino como un medio para realizar plenamente el sentido humano
Alfonso Reyes

Además de la archiconocida libertad de expresión consagrada en las constituciones de todas las democracias, existe, ya alejado del plano político y más próximo al vital, otra circunstancia relacionada con la comunicación y la expresión que es la necesidad de expresión.


Todo ser humano necesita comunicarse y expresar aquello que piensa y siente. Los casos que encontramos en la Historia que contradicen esta regla no son más que héroes que han conseguido superponer la necesidad ante la voluntad. Como excepción que es, confirma la regla, de la misma manera que hace presuponer que la mayoría de mortales se subsumen en la proposición general.

La motivación de esta necesidad puede ser variada. Puede surgir del altruismo humano, del hecho de querer compartir un mundo común, un sentimiento, una opinión o un pensamiento. Puede, también, provenir de la necesidad propiamente dicha, del hecho de que se necesiten a otros individuos para la consecución de una serie de fines más o menos primarios (desde la supervivencia, si se piensa en tribus, hasta un alegato en un juicio, o cualquier otra cosa).

Seguramente sean miles las causas probables de esta necesidad de expresión, aunque, además de las citadas, me gustaría llamar la atención sobre la necesidad de expresión como dimensión vital, es decir, como parte de la construcción del propio individuo. Cuando uno piensa, piensa para sí y no siempre piensa con nitidez ni sabe encajar el pensamiento (muchas veces mezclados con sentimientos, además) en un concepto. El hecho de expresar el pensamiento obliga al pensador a contenerlo en una serie de conceptos abstractos e ir dándole forma. La lengua y, en definitiva, la expresión, ayuda a conocer el pensamiento, a concretarlo, a ponerle nombre, a modelarlo. Y es sobre esos pensamientos concretos sobre los que parece más fácil que el individuo se edifique a sí mismo.

Esta necesidad de expresión puede no mostrarse siempre con la misma intensidad, pero es innegable que en ciertos casos se vuelve apremiante. Uno necesita expresarse para ordenarse. Y muchas veces, el hecho de la expresión resuelve un problema, simplemente por haber sabido ordenar una serie de abstractos no definidos.

Ocurre también a veces que uno quiere decir sin decir, transmitir casi sin querer, de manera sutil, sin que parezca que está expresando nada. Aparecen entonces toda una serie de recursos, como las metáforas o los mensajes entre líneas, próximos al campo del arte. Entonces el transmitente se libera de la carga de la transmisión aunque éste no haya sido recepticia o no pueda confirmarse la recepción. Aun así, la necesidad de expresión ha sido satisfecha, al menos parcialmente.

Posiblemente, y esto en todo caso será motivo de otra entrada, el arte no sea más que una forma de expresión a través de una serie de símbolos conocidos y compartidos en los que el artista se ordene a sí mismo, y que la estética sea ese lenguaje no verbal, y por ende normalmente menos certero, que comparten el que contempla o vive el arte y el artista.

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17 junio 2014

El Poder de las Preguntas

Tal vez las preguntas son más poderosas que las respuestas.
Dan Brown

Creo haber comentado ya por aquí alguna crítica o comentario que se me ha hecho en relación a que mis entradas, muchas veces, no concluyen nada, sino que se limitan a formular una serie de planteamientos y cuestiones sin determinar una solución o una aproximación a eso mismo que se viene planteando.

La reflexión que hoy propongo toca tangencialmente el tema de las preguntas, la trascendencia que tienen las preguntas, en ocasiones (sino siempre) más que las respuestas. En concreto, trasladaré esta cuestión que puede parecer a priori más teórica que práctica a un tema tangencial y cotidiano como es la política.

Cierto es que la respuesta concreta y las soluciones y “verdades” dadas por grupos con vocación política (lo que sería una ideología) es importante en cuanto suponen el camino para la acción política, esto es, la guía racional (a priori también) sobre la que se han de conducir los pasos para alcanzar la mejor de las sociedades. La ideología proporciona un contenido para la acción política, una estrella polar en el océano política, una fuente estática y perenne de verdad.

Pero no es menos cierto que la contingencia política (de los países democráticos) de cada día deja poco margen para la consecución de un programa ideológico completo, debido esto a la multiplicidad de actores, fuentes de poder, intereses enfrentados y otra suerte de factores políticos que tampoco pretendemos desarrollar aquí. Lo que pretendemos resaltar es que es harto difícil la consecución de un programa ideológico hasta sus últimas consecuencias.

Precisamente por la variedad de actores e intereses, el espacio político es finito: es decir, no se puede hablar y debatir de todo a la vez y es preciso llevar a cabo una selección de temas. Algo así como lo que se dice de los diarios de papel: que éste ha de tener el mismo número de hojas haya o no noticias. Si las hay, habrá que otorgar relevancia; que no las hay, habrá que traer al noticiero cuestiones menos intrascendentes o, en ocasiones, inapropiadas.

Cuando la agenda política está saturada, la capacidad de plantear temas hace que esta capacidad sea incluso más poderosa (en cuanto que tiene mejores beneficios, de cara a unas elecciones, por ejemplo) que la posibilidad de expresar el programa completo de uno. Es decir, la capacidad de que en las tertulias y en la prensa aparezcan determinados temas y no otros puede llegar a ser más relevante que la solución propuesta.

Esto, por su parte, hace que en muchas ocasiones se cuelen por trascendentes temas que son meramente anecdóticos. Lo cual, como otro de los posibles males que pueden aquejar una democracia, es la discusión sistemática de temáticas secundarias, dejando en un segundo plano otros problemas que pueden resultar vitales para el conjunto de la ciudadanía.

Es por todo esto que la ciudadanía debe ser lo suficientemente madura, racional y sosegada como para no dejarse llevar por ciertos debates que en ocasiones suscitan más el fervor pasional que la discusión razonada y que no sirven más allá que para ocultar otras realidades. Por eso, desde aquí, me gustaría llamar la atención de nuevo de la importancia de las preguntas y del poder que puede suponer tener la capacidad de poner sobre la mesa los asuntos a tratar.

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13 febrero 2014

La Sacralización de las Ideologías

Hay más religión en la ciencia del hombre que ciencia en su religión.
Henry David Thoreau 

El paso de las religiones hacia las ideologías supuso el paso de la adscripción política (y social) de un grupo por la mera creencia, superstición o tradición a una nueva adscripción con bases racionales. Al fin y al cabo, tanto religiones como ideologías tratan de explicar la realidad y por qué ésta se configura así y no de otra manera, además de dar una serie de prescripciones sobre actuaciones, individuales y colectivas, que harían del mundo un sitio mejor.

Así, las explicaciones de las ideologías (aunque no exentas de mitos), procuran tener una base enteramente racional, procuran, en relación a unos hechos descritos y observados, aportar unas soluciones y una nueva configuración de las cosas. Ello no implica, desde luego, que no se apele al sentimiento o a la creencia (no demostrable, se entiende), aunque los fundamentos de la ideología pretendan siempre mostrarse como más objetivos e incluso científicos.

Podemos afirmar, por tanto, que la base de la ideología son unos hechos que tienen lugar en la realidad que mediante la razón se ordenan y que se proyectan en el mundo de las ideas de manera que dé como resultado una sociedad más armoniosa y justa. Se trataría, al menos en la génesis de estas ideologías, de un debate de ideas, racionales, basadas en hechos, mediciones, observaciones y constataciones.

Transcurrido el tiempo, el hecho objetivo y el análisis de la realidad se dejan a un lado. Se han formado ya grupos estables con estructuras sólidas de organización y lo que comienza a primarse no es ya la refutación o no de la bondad unos hechos, la corrección de unas políticas o la adecuación de unas u otras actividades. Lo que comienza a primar es la adscripción por parte de unos individuos a unos u otros grupos ideológicos. El sujeto reemplaza al objeto en los debates, y son los actores y no las actuaciones las que hacen ponderar al público en general la bondad o maldad de lo acontecido. Dependiendo de quien promulgue una u otra actuación, la actuación será buena o mala, aunque sea la misma (como se ha vista en España) fomentada por gobiernos de diferente color, la oposición siempre estará en contra.

Los hechos, las ideas e incluso los valores morales han pasado a una segunda fila. Lo importante de una ideología es adscribirse a ella, no seguir sus pautas. Además, los mensajes ideológicos y políticos se simplifican cada vez más, llegando ser meras consignas, cada vez más sencillas y banales, apropiándose de los conceptos de bien y otorgando de manera automática el mal a los adversarios. “Nosotros defendemos la justicia”. “Ellos nos roban”. Y un largo etcétera.

Hemos llegado a un punto en que es más importante quién hace o dice qué, que realmente qué hace o dice, algo que parece ir en contra del propósito o la filosofía de las propias ideologías. Cabe preguntarse entonces ¿son las ideologías las nuevas religiones?

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