02 septiembre 2018

El Síndrome de Forrest Gump

“Mamá siempre decía que tienes que dejar atrás el pasado antes de seguir adelante”
Forrest Gump

Imagino que todos o casi todos habréis visto la película de Forrest Gump. Si hacéis memoria, me gustaría que recordarais la escena de esta misma película en la que el protagonista encarnado por Tom Hanks comienza a correr tras un desencuentro con Jenny. Es de esta manera que Forrest comienza a correr sin rumbo ni sentido alguno. Simplemente corre. Corre por correr. Corre porque, quizás, no encuentre otra cosa mejor que hacer. Parece que es la propia actividad de correr lo único a lo que le encuentra sentido o, precisamente, porque no tiene que darle ninguno.

Tras ese arranque, Forrest llega con esta filosofía hasta el mar de una de las costas de Estados Unidos. Y emprende entonces el camino hacia la otra. Y cuando encuentra ésta, vuelve de nuevo sobre sus pasos. Se tira así varios años y hasta consigue formar un grupo de seguidores detrás de él que lo siguen de manera ciega en su carrera infinita. Todo sigue así hasta que un día, de manera súbita, decide parar de correr. La gente incluso le inquiere acerca de sus motivos, pero él no da ninguno. Se vuelve a casa, dice. Y así lo hace.

Esto que le ocurrió al bueno de Forrest es una buena metáfora de lo que puede pasarnos alguna vez en la vida. De repente un día sufrimos un contratiempo. O simplemente reparamos en algún aspecto de nuestra vida que no habíamos reparado. Empezamos, por ejemplo, a ver la finitud de la juventud o vislumbramos un futuro cercano que difiera a la vida que llevamos ahora. Tal vez, por qué no, el desencadenante haya podido ser que un elemento de estabilidad en nuestras vidas se trunca, desaparece.

Cuando esto ocurre, la primera reacción en la mayoría de nosotros está invadida por un impulso vital más que de uno reflexivo nacido probablemente por la ansiedad o el desconcierto. Y, como hizo Forrest, empezamos a correr. ¿A dónde? ¿Para qué? Es lo de menos. Huimos. Huimos hacia delante. Sin ritmo. Corremos por correr. Y mientras vamos en esta carrera sin destino sentimos, al menos, que avanzamos. De una u otra manera hemos conseguido crear el espejismo de que seguimos adelante, que el obstáculo ha sido superado o que tomamos distancia de aquello que nos genera ansiedad.

Y así como le ocurrió al personaje de la película referida, podemos estar años en ese torbellino, en esa actividad frenética sin más sentido que la propia actividad. Y es en esa actividad donde buscamos el sentido de dicha actividad. Estamos avanzando porque estamos haciendo cosas, pensamos. Progresamos porque no paramos, porque no respiramos, porque se pueden cuantificar las actividades. Caemos en la ilusión de que movimiento significa progreso.

Todo es así hasta que un día nos sacude de repente una pregunta, ¿por qué estamos corriendo? De repente hemos olvidado el motivo que nos indujo a correr, probablemente porque hayamos digerido tal motivo y haya mermado aquello que nos impulsó. Dejamos de sentir el impulso frenético del movimiento. Hemos, siguiendo los consejos de la madre de Forrest, dejado el pasado atrás y es entonces cuando podemos seguir hacia delante. Es en ese momento cuando, como Gump en su película, decidimos parar y volver a casa.

Trozo de la película: https://www.youtube.com/watch?v=BsJuouD-qNE

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