19 diciembre 2017

Absolutos, Relativos y Convenciones

Sólo hay una máxima absoluta y es que no hay nada absoluto.
Auguste Comte

Uno de los peligros a los que se enfrenta la libertad de pensamiento en los tiempos actuales es el exagerado “derecho a la ofensa” que los individuos posmodernos se arrogan: toda persona se considera hoy en día en la potestad de expresar ofensa ante alguna opinión o expresión, cuando en muchas de las ocasiones lo que subyace no es sino simple desacuerdo. Es este un peligro a mi entender en el sentido de que limita y coarta ciertas exploraciones del pensamiento alejadas de la aceptación dominante, la cual a veces también se esconde bajo el eufemismo de “lo políticamente correcto”.

Sin ser defensor, vaya esto por delante, de que toda opinión es igual de válida y todo se puede expresar libremente, observo cierta tendencia a la relativización creciente del mundo: al depender todo de mi exclusivo entendimiento (o mis sentimientos, los cuales son susceptibles de ofensa), tengo la potestad de desmontar ideas no bajo el prisma común de la razón sino con el egoísta del sentimentalismo.

Todo esto acaba con el debate. Supone un veto permanente, una no necesidad de explicar nada, de convencer. Rápidamente apelo a mis sentimientos y al ser estos individuales e intransferibles, nada puede hacerse al respecto. El riesgo del relativismo es el mismo que el del abstracto: cabe todo.

Un debate tradicional ha sido el de lo absoluto contra lo relativo. ¿Existen los absolutos? ¿Es todo relativo? El debate es probablemente inagotable. Lo que pretendo en estas líneas es simplemente dar un par de brochazos al respecto del tema, que en el fondo no es sino el problema de la convivencia humana y sus conductas sociales.

Que todo sea relativo, como ya denunció algún filósofo, es una paradoja en sí misma: la formulación de este axioma básico y “absoluto” hace que, precisamente, no todo sea relativo, ya que este propio axioma no lo sería. Aun así, más allá de los juegos de lógica y las palabras, la relatividad llevada al extremo parece no ser una solución por, entre otros muchos argumentos, lo dicho al comienzo de esta entrada.

¿Existe entonces lo absoluto? ¿Hay algo que haya perdurado a lo largo del tiempo? Tal vez aquí lo absoluto pueda confundirse con la idea de Dios para algunos, aunque si exploramos un poco la Historia, rápido caeremos en la cuenta de que hasta esta idea de Dios ha sido mutada a lo largo del tiempo.

Parece por tanto definir la existencia de lo absoluto, si bien es cierto que hay problemas, conductas y dilemas que se repiten a lo largo de los siglos de una manera casi idéntica, aunque bien distintas han sido sus soluciones. No se trata tampoco de que cada individuo se dicte sus propias normas para la relación social (relativismo) sino de trazar normas que son distintas (y por tanto no absolutas) según en el momento del espacio y del tiempo que nos encontremos.

¿No es acaso lo que se llama absoluto, entonces, algo meramente convencional? ¿No se han regido las distintas sociedades por distintas normas? ¿No se han resuelto los problemas vitales y terrenales de maneras diferentes en función de una época y geografía? Y si es así, ¿quién determina las convenciones? ¿cómo se imponen? ¿cómo se cambian? ¿cómo se explicitan? ¿cómo se sancionan? ¿el legítimo que las convenciones aplasten al individuo? Todo estos son problemas viejos que dejamos para otras entradas.

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30 octubre 2017

Juventud (I): la falsa infinitud del tiempo

De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos.
Pierre Benoit

Ortega y Gasset distinguía en las épocas de la Humanidad algunas en las que imperaban los caracteres masculinos y otras en los que, por contra, eran los femeninos los que marcaban el sino de su tiempo. De igual manera, hablaba de épocas que estaban marcadas por los valores de la juventud y otras por los de la madurez o senectud. Los tiempos posmodernos en los que vivimos, dentro de esta segunda clasificación orteguiana, puede describirse como una época de valores ligados a la juventud.


Como corolario de esto, la comprensión y el estudio de la juventud y sus características supone una herramienta para intentar comprender mejor la época en la que vivimos. Lo que pretendo en esta entrada (y espero que en las subsiguientes) es analizar qué supone esta juventud, qué se esconde detrás de ella y qué rasgos la hacen diferente a otras etapas de la vida del ser humano.

La juventud tiene diferentes rasgos que la diferencia de otras etapas. Uno de ellos (al menos en su fase más temprana, en lo que podemos llamar primera juventud) es la soberbia inconsciente de saber (creer, vivir como si así fuera) que no se va a morir jamás, que todo lo que me es posible hoy, me lo será siempre. Se trata de esa forma de mirar la vida de tal manera que la variable tiempo no es un problema, porque se sabe (se cree) que la vida durará siempre y que siempre se está a tiempo de todo.

La juventud vive sin prisa, segura de sí misma, viviéndola de tal manera que pareciera que esa misma juventud durará sine díe. La juventud es inconsciente de su finitud. No se imagina otro estado posible. No acaba de asimilar el inexorable paso del tiempo.

Sin embargo, paradójicamente, esta etapa no es eterna y uno va comenzando a dejar atrás esta época, a cambiar de etapa, cuando toma conciencia de que el tiempo es finito, de que no todo lo que uno ambiciona puede conseguirse, que hay momentos y personas en la vida que jamás regresan. A veces esta toma de conciencia se torna traumática (que no es otra cosa que negación y/o ausencia de aceptación) y uno empieza a convertir en su objetivo la optimización del tiempo: el hacer lo máximo posible en el menor tiempo, de tal manera que no quede en el tintero de la conciencia la culpa de no haber aprovechado al máximo los sabores de la temprana edad.

Tras esta crisis, uno comienza a aceptar que el tiempo es finito y que una de las claves de la vida es aprender a renunciar: tomar conciencia de que el mundo, las personas y sus prioridades cambian. No se puede estar en todos sitios ni se puede hacer de todo. Uno empieza a aprender a elegir y a dejar atrás. Poco a poco, con el tiempo, uno comienza a disfrutar con lo que le es dado, sin la presión interna de la voracidad por exprimir el tiempo. Empieza a realmente disfrutar de lo que hace con el saber interiorizado de que nada es para siempre y, precisamente por eso, tiene que disfrutar lo que hace como si nunca más volviera a repetirse, aunque con la tranquilidad de haber asumido la lección que en la juventud se desconoce, esto es, que parte de la vida es justamente no volver a repetir jamás.

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05 octubre 2017

El Derecho a Decidir en Granada

Dar ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás; es la única manera.
Albert Einstein

El pasado domingo 1 de octubre se presenció en las calles de Granada una suerte de contramanifestación para contrarrestar el apoyo que los habitantes de la ciudad querían mostrar a España y su unidad. En la pancarta que portaban los contramanifestantes se podía leer "el pueblo trabajador andaluz por el derecho a decidir". Su mensaje, entiendo (y digo entiendo porque no queda explícito el derecho a decidir qué), iba orientado a apoyar la celebración la consulta popular que ha pretendido el gobierno regional de Cataluña en su territorio.

Esta consulta celebrada el pasado 1 de octubre, como ya ha indicado el Tribunal Constitucional, es manifiestamente contraria a la Carta Magna, entre otras cosas, porque la convocatoria de referéndums recae de manera exclusiva en el Estado, tal y como lo recoge el 149.1.32º del texto legal.

No obstante, tal vez en Granada deberíamos coger el guante y plantearnos nuestra capacidad de decidir sobre nuestra organización territorial. Hay que aprovechar la sensibilidad democrática y la convicción profunda que desprendían los asistentes a la contramanifestación referida por que cada territorio decida por sí mismo su organización territorial. Máxime cuando, a diferencia de lo que ocurre con la Comunidad Autónoma catalana, la Constitución española sí prevé en su artículos 143 (puntos 1 y 2) la iniciativa autonómica para las provincias y municipios.

En Granada hay una serie de ciudadanos que cada vez más empezamos a cuestionarnos la pertinencia o no de ser parte de una Comunidad Autónoma en la que, con determinadas artimañas políticas y jurídicas, se nos incluyó durante la Transición. Algunos granadinos creemos que a Granada le corresponde un papel más importante en el contexto de España y de Europa. Estos ciudadanos analizamos los últimos 35 años de la historia granadina y no podemos sino concluir que Andalucía no es el mejor marco para conseguir esa prosperidad que anhelamos. El maltrato económico e identitario sufrido por parte de la Junta sita en Sevilla es más que evidente. Por eso, tal vez vaya siendo hora de que Granada recupere protagonismo y fuerza en España. Y si algo ha quedado claro en estos años de aventura en la "Gran Andalucía" diseñada por Blas Infante es que a Granada no le beneficia formar parte de una región centralizada hasta el extremo en Sevilla.

Mirando el panorama político en busca de posibles apoyos tenemos lo siguiente: Podemos se ha manifestado muchas veces muy favorable la auto-organización territorial a a la descentralización del poder (no creo que puedan ser tan cínicos como para negárselo a Granada). Una buena parte del PSOE también ve con buenos ojos las consultas populares en este sentido. Partido Popular y Ciudadanos no cesan de anunciar a bombo y platillo que están con lo que la Constitución dictamina, y como argumenté arriba, nuestra Carta Magna permite el acceso de las provincias a la Autonomía.

El único escollo posible podría ser el nacionalismo andaluz. Sin embargo, éste ha mostrado una sensibilidad extrema ante la decisión de los territorios por su futuro, llegando incluso a manifestarse en ese sentido, tal y como he venido relatando al principio de este artículo. No creo que puedan ataviarse de tanta incoherencia como para negar a unos lo que piden para otros.

Entonces, si hasta el nacionalismo andaluz se manifiesta públicamente a favor de que los ciudadanos decidamos sobre nuestra propia organización territorial y la Constitución española de manera clara otorga a las provincias y municipios la iniciativa autonómica, ¿por qué no promovemos la constitución de la región de Granada con la forma jurídica de Comunidad Autónoma en el marco, siempre, de la indivisible unidad de la nación española?

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15 septiembre 2017

La Española Hidalguía de los Nacionalismos Periféricos

Somos engañados por la apariencia de la verdad.
Quinto Horacio Flaco

La hidalguía es una de las atribuciones más recurrentes al carácter español. Desde Pérez-Reverte a Américo Castro han reparado en la tendencia del español a rehuir los trabajos manuales basándose en su distinta condición, en la nobleza de su sangre y en lo ancestral de dicha nobleza (recordemos la importancia de ser cristiano viejo). Siempre ha sido el español propenso a otorgarse títulos, a mirar desde la altura que presuntamente otorga un blasón.


No deja de ser paradójico que este fenómeno se encuentre arraigado también en los movimientos nacionalistas periféricos dentro de España. Llama la atención que en su delirio mitológico, las regiones que exigen una superioridad sobre el resto carezcan precisamente de ese “título” (nacionalidad histórica lo llaman) que les concede una suerte de superioridad moral para justificar su diferenciación sobre el resto, que reside, si analizamos en profundidad, en lo económico. En cierta manera, las regiones españolas que hoy se denominan históricas se asemejan a esos burgueses de los siglos XV y XVI que casaban con familias de nobles venidas abajo para poder así formar parte de una aristocracia.

Para ello, las regiones mal llamadas históricas no cesan en el empeño de “casar” con sus vecinas aristocráticas. Así, las provincias vascongadas miran con deseo al Reino de Navarra y Cataluña (que no pasó de principado) hace lo propio con los Reinos de Valencia y Mallorca, además de atribuirse la mitad de la Corona de Aragón (en lenguaje nacionalista catalana, Corona catalanoaragonesa). La más lista (como casi siempre) ha sido Andalucía, que ya ha conseguido la absorción del Reino de Granada y su completa asimilación.

Queda el panorama español de la siguiente manera: las regiones con menos reivindicaciones históricas posibles son las que se consideran a un nivel casi oficial como “históricas”, poniendo en manos de la historiografía ideologizada la búsqueda de antecedentes que justifiquen su hidalguía, su “historicidad”. No conformes con eso, se empeñan en absorber a sus vecinas, verdaderas regiones con historia, habiendolo conseguido, hasta el momento, sólo Andalucía.

Como ya adelantaba, y era este el motivo de la redacción de esta entrada, no deja de ser curioso que los movimientos que reniegan de España profundicen tanto en un fenómeno español como es la hidalguía y la búsqueda del título para justificar, precisamente, su no españolidad.

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28 agosto 2017

Tadeo Jones en Granada

Toda lengua es un templo en el que está encerrada el alma del que habla.
Oliver Wendell Holmes 

Hoy he visto un vídeo que publicaba la Agencia Albaicín en su página de Facebook en el que se recogía una escena de la nueva película de Tadeo Jones. En ella, el protagonista de la película es perseguido por tres motoristas por las calles del barrio granadino del Albaicín, lo que sin duda supondrá una publicidad para dicho barrio y su ciudad, con su pertinente repercusión turística y económica, algo que sin duda se ha de agradecer. La escena en sí, por otra parte, pasará desapercibida para cualquier espectador, salvo para aquel que conozca en profundidad Granada.


A nadie oriundo de la ciudad le ha debido de pasar por alto que el taxista de la película (un presunto nativo granadino) utilice la expresión “notas” para referirse de modo despectivo a sus perseguidores y que converse con el protagonista en un marcado acento sevillano. ¿Desde cuándo en Granada se habla como en Sevilla? Esto no puede deberse sino a que los responsables de la película desconocen la esencia del habla granadina y simplemente han tirado del estereotipo “acento andaluz”. Porque como todos sabemos (o así nos quiere hacer creer la Junta sita en Sevilla), Andalucía sólo hay una.

Sería fácil ahora acusarme de quisquilloso, casi de, disculpen la expresión, “tocapelotas”. Pero el caso es que este hecho sin importancia (sin importancia sólo si se analiza de manera aislada) no es sino la punta del iceberg: es el descaro fehaciente del ninguneo sistemático que desde Andalucía (que es lo mismo que decir Sevilla) se trata a la región histórica de Granada y a todas sus provincias.

La sevillanización del reino de Granada es ya un hecho consumado, como bien se profetizaba en la Transición. A las pruebas me remito. Granada (entiéndase siempre la región) ha perdida su identidad propia, por no hablar de sus instituciones (véanse las maniobras de la Junta con respecto al TSJA, antigua, ni más ni menos, Real Chancillería). Prácticamente nadie en Granada conoce la historia de su región desde 1492. De eso bien se ha encargado la Consejería de Educación. Hoy en Granada se han prácticamente olvidado y ninguneado los casi 500 años de historia de una región que nada tenía que ver con Andalucía salvo la vecindad.

Pese a los incesantes empeños desde Sevilla y la propaganda institucional por crear esa identidad andaluza, hay sedimentos de siglos de historia que no se pueden borrar, y una de ellas es el habla de sus gentes. Por eso insisto que quien bien conozca Granada sabe que ese taxista de la película no podría nunca ser granadino.

Un buen amigo mío siempre me dice que la verdadera desgracia de un tonto no es ser tonto, sino estar contento. Y mucho me temo que en Granada llevamos casi cuarenta años muy contentos. Quizás vaya siendo hora ya de despertar del letargo y hacerse algunas preguntas: ¿Ha mejorado Granada en los últimos cuarenta años su posición económica dentro de España y/o Europa? ¿Ha ahondado en su identidad y cultura? Entonces, ¿qué beneficios han obtenido las provincias orientales de su anexión a Andalucía? ¿para qué le sirve Andalucía a la región de Granada?

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20 junio 2017

Personas que Transforman a Personas

El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman
Carl Gustav Jung

La identidad y el carácter no son cosas que se forjen en un día. Más allá de las teorías del carácter y la personalidad que existen, hoy vengo a proponer una reflexión más profana. ¿Cuánto es el peso de otras personas en la forja de una personalidad o carácter? ¿Cuándo un elemento, característica, gusto o afición ajenos pasan a ser propios?

De cada individuo se pueden extraer una serie de elementos que son identificativos de éste, que lo definen y conforman. Algunos de ellos son biológicos (el chico de los ojos azules), otros sociales/familiares (la hija del panadero) y podríamos distinguir un tercero que son personales, como son los rasgos del carácter y los gustos o aficiones.

Estos primeros pueden provenir de una lucha del individuo contra sí mismo (los esfuerzos que se hacen contra la timidez) y de la imitación de otras personas, consciente o inconscientemente (como por ejemplo a nuestros padres). Estos elementos evolucionan gradualmente con las etapas de la edad y van marcándose o diluyéndose según los casos, pero en cualquier caso, es difícil determinar el origen de los mismos.

Sin embargo, con los gustos o aficiones, la determinación del origen puede observarse con relativa facilidad: un hijo que sigue al mismo de fútbol que su padre, por ejemplo. La cuestión es, cuándo esto ocurre, ¿cuándo pasa a ser esto un elemento identificativo del “imitador”? ¿Cuándo es parte de la personalidad del hijo la afición por ese determinado equipo?

En el caso de los equipos de fútbol, que suele hacerse en la infancia, podríamos concluir que esto se produce con el desarrollo de la personalidad del hijo, con la toma de conciencia de ese elemento como suyo: cuando siente por sí mismo y voluntaria y públicamente esa afición. Pensemos ahora en algo más sutil, como la afición por un libro, un grupo de música o una canción. Supongamos que un amigo recomienda a otro un libro que significa mucho para el obsequiante, y que el obsequiado acaba por disfrutar e interiorizar también. Supongamos un grupo de música que es recomendado por un amigo, por de él su favorito, y acaba por gustar más al que lo descubrió después. ¿De quién es ese rasgo? ¿Cuándo empieza a ser identificativo de esa persona el libro o la banda?

Seguramente pueda solucionarse esto desde el punto de vista inverso: esto es, que la identificación de las personas no provenga del sujeto identificado sino del identificante. Si yo conocí a Juan siendo muy devoto de un determinado libro, aunque Pedro lo haya sido después, para mí, el libro en cuestión definirá más a Juan que a Pedro.

Volviendo un poco a donde iba mi reflexión en su origen, los seres humanos transforman a los seres humanos con el simple contacto, con la simple relación. Si esta es más intensa, la transformación será mayor. Todos cambiamos de alguna manera al entrar en contacto con otros seres humanos: aprendemos de ellos, nos inspiramos de sus aficiones, gustos y maneras de ser. Es muy difícil que después de un contacto intenso con otra persona uno sea exactamente el mismo que antes de éste. Por eso, tal vez podamos afirmar que los mayores cambios en las personas no los producen sino otras personas.

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11 mayo 2017

El Humano Sentimiento de Pertenencia

Ese sentimiento de pertenencia a algún lugar me parece que es una cosa natural del hombre
José Mújica 

El ser humano tiene una serie de caracteres inherentes que no puede obviar. Algunas de estos están estrechamente relacionado con lo físico, como las del comer o beber, pero otras de ellas son de carácter espiritual o psicológico, como puede ser el sentimiento de trascendencia o la imagen de sí mismo.

La necesidad de pertenencia es uno esos caracteres espirituales (no físicos). Lo que el hombre experimenta a través de la pertenencia genera atracción. Casi drogodependencia. Uno se siente abrigado, respetado, partícipe; y aleja de nosotros la soledad, esa fatal sensación. La pertenencia navega por dos vertientes: por un lado, que los problemas que aquejan o sufre un individuo no son tan problemas si los comparte, si los “comuniza”, porque de una manera u otra se diluye el pesar y la responsabilidad; de otro lado, las alegrías se multiplican si son en colectivo, como si la suma sentimientos de cada uno de los individuos todo un grupo fuera experimentado por cada uno de sus miembros.

Pertenecer es en cierta manera trascender: abandonar el individuo en pro de algo superior. Es rellenar los vacíos de la existencia con otros individuos. La pertenencia concede parte del sentido vital del individuo y en ese no saberse solos se vuelcan muchas esperanzas, anhelos y energías, a la vez que se reciben de éste. La pertenencia, siempre que esta sea sana, hace más liviana la vida y conduce al individuo a través de ella.

La pertenencia otorga identidad. Más allá de una definición objetiva según a qué se pertenezca, nos transforma en cierta manera: nos nutre de quienes nos rodeamos, al igual que el grupo se nutre de sus individuos. Pertenecer nos define. Cada pertenencia nos transmite inconscientemente valores, forma de ser, comportamientos, lenguajes y actitudes.

Aristóteles lo advirtió cuando describió al hombre como un ser social. ¿Puede acaso alguien sentir plenitud en la soledad del individuo? No significa que toda pertenencia sea plena, pero sí que la plenitud necesita que exista cierto grado de pertenencia a uno o varios grupos. O, al menos, que el individuo así lo sienta, se sienta partícipe, porque no debemos olvidar que el sentimiento de pertenencia no deja de ser algo intangible casi completamente subjetivo.

Es por todo lo descrito que no sorprenden los fenómenos como el nacionalismo o las sectas, capaces de canalizar y explotar de manera considerable este sentimiento. Puede comprobarse con los ejemplos citados que no todo son virtudes en los grupos. Muchos de ellos son capaces de extinguir al individuo. Aunque esa reflexión lo dejaremos ya para otra entrada.

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02 abril 2017

Prisa por Vivir

Cuanto se hace con prisa queda enseguida pasado de moda; por eso nuestra civilización industrial moderna ofrece tan curiosas analogías con la barbarie.
Gilbert Keith Chesterton

Existe una cierta vorágine alrededor de nosotros. Todo urge. Se trata de hacerlo todo, y de hacerlo rápido. Vivimos como si fuéramos coleccionistas de experiencias, pretendiendo siempre sumar países, conciertos, películas y pareciera que cada segundo que uno no dedica a convertir su tiempo en experiencia es un tiempo perdido. El vacío nos horroriza. Estar sin hacer algo relacionado con una experiencia nos produce la sensación de estar desaprovechando la vida. Este fenómeno, bastante común, lo podríamos denominar "prisa por vivir".

La juventud, ser joven, mantenerse joven. Estas son algunas de las máximas que imperan en nuestros días. El mundo parece rendido ante la juventud y a sus valores. Valores que podríamos identificar con vitalidad, la fuerza, el dinamismo, la belleza, la desinhibición, el comerse el mundo. Todo el que no aspire a estos ideales o esta forma de vida parece fuera de su tiempo, como si la vida hubiera de estar orientada a la experiencia si uno aspirar a formar parte de su siglo.

La otra cara de la moneda que subyace en todo esto es una posible frustración cuando ese ideal no se cumple. Cuando uno ya no pertenece a esa generación tan joven y, sin embargo, sigue empeñado en vivir como tal, insistiendo en alargar ese periodo de juventud que socialmente es concebido como una suerte de paraíso en la tierra. Ocurre precisamente en este albor de épocas cuando se empieza a sentir la presión por apurar sus últimos coletazos de juventud, por hacer esas cosas que (se supone) no podrán hacerse en el futuro, disfrutar esos días que ya no volverán jamás. Empieza a vivirse una nostalgia por adelantado, una ansiedad por estar alineado con los días y haber disfrutado y exprimido todo el jugo de la juventud.

Sin embargo, todo esto no es más que una quimera. Es como el horizonte, por más que andemos, nunca lo alcanzaremos. Nunca satisfaceremos todos nuestros deseos fundados en la experiencia: siempre quedarán sitios para visitar, experiencias que vivir, gente a la que conocer. La vida, por suerte o por desgracia, es una infinidad de posibilidades, y nos obliga irremediablemente a escoger. Y es esa elección consigue frustrarnos a veces, porque todo a lo que renunciamos siempre será más de que consigamos o hagamos.

Las redes sociales y los nuevos medios de comunicación tampoco ayudan al joven posmoderno. La comparativa y la inmediatez son inevitables. El streaming, las fotos con filtros (que hacen más atractiva la realidad) y la saturación de información y de posibilidades. Todo eso nos hace sentir pequeños y nos hace compararnos (comparaciones que, además, no son justas, por la sencilla razón de que vemos las vidas de doscientas personas e inconscientemente las tratamos como si fuera una). Vemos todo lo que se hace a nuestro alrededor. Vemos, en directo, todo lo que nos estamos perdiendo. Y todo esto, como dije arriba, mientras sentimos la presión de que la etapa que parece la mejor de nuestra vida se nos esfuma sin que nada podamos hacer al respecto, inmersos en la idea de que nunca podremos rescatar el tiempo perdido y que lo que no consigamos ahora se perderá para siempre. Por eso tenemos prisa. Una prisa por vivir que acaba por convertirse muchas veces en ansiedad.

¿Qué hacer? ¿Cómo huye uno del tiempo en el que le ha tocado vivir? ¿Cómo desacelerar la prisa? Tal vez sería conveniente centrarnos más en nosotros mismos y procurar evadirnos de esos estímulos externos que nos aceleran. Quizás deberíamos aceptar nuestras limitaciones, edad y situación vital y no querer precipitar nada. Vivir en el hoy, sin más objetivos que el hoy (entiéndase el hoy como el presente, como un periodo de tiempo más o menos actual), con lo que ese hoy nos traiga. Probablemente la clave para no tener prisa por vivir y dejar así de sentir la urgencia vital sea, precisamente, vivir sin prisa.

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21 marzo 2017

Reflexiones de Matrix: La Verdad y la Felicidad

Si buscas la verdad, podrás encontrar confort al final; si buscas confort, no encontrarás ni verdad ni confort.
Clive Staples Lewis

Una de mis escenas favoritas de la película Matrix es cuando Cifra está sentado frente al Señor Smith y aquél le dice a éste que aunque él bien sabe que el filete que se está comiendo no es verdad, él lo disfruta y saborea. Que aunque todo sea una recreación de su cerebro, a él le es indiferente, ya que lo está disfrutando, siente el placer y le es agradable. Así, para llevar a cabo el negocio que se traen entre manos, Cifra le pida que a cambio olvide todo lo que sabe y que vuelva a despertarse en Matrix con las condiciones materiales perfectas para llevar una, podemos llamar, vida acomodada.



Y uno, ¿qué quiere uno? ¿La verdad a toda costa? ¿Somos capaces de soportar la verdad? ¿Somos capaces de llevar la losa que supone muchas veces la verdad a lo largo de la vida? ¿Para qué sirve la verdad? ¿Por qué la verdad? ¿Y la mentira? ¿Son la verdades a medias mentiras? ¿Es uno completo con una mentira? ¿Es uno mismo uno sin toda la verdad? ¿Es más fácil reponerse de una verdad o de una mentira? Todo esto, como (casi) siempre, serán las entradas de otro día

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12 marzo 2017

Nuestro Pasado Común

Quienes comparten nuestra niñez, nunca parecen crecer.
Graham Greene

Pasa uno por la calle y ve un grupo de chavales jugando en el parque. Los sujetos en cuestión tendrán unos 8 años. Todos resultan parejos: ninguno mucho más alto que el resto ni ninguno destaca por su color del pelo. Son prácticamente uniformes. Casi clónicos. Hasta su vestimenta es muy similar. Lo que ellos no saben es que dentro de no muchos años sus vidas, prioridades y pensamientos serán completamente diferentes.

No deja de producir un efecto curioso cuando te vuelves a encontrar con alguien con quien has crecido o ves una fotografía de mucho tiempo ha. Puedes, por un lado, perfectamente reconocer a esa persona en vuestro espacio anterior común compartido. Sientes que la conoces. Sientes una confianza y una seguridad considerable. Todo esto a la vez que recalas en cómo de diferentes sois ahora, en cómo de separados son los caminos que cada cual eligió en su día. Tanto es así, que si no os uniera esos juegos pretéritos, probablemente jamás cruzarías ninguna palabra con esa persona o, al menos, no tendrías demasiado interés en profundizar esa relación. Sois, al mismo tiempo, viejos conocidos y profundos extraños.

El pasado común es en este caso la única argamasa de esta amistad (que aunque no puedes considerar a esta persona tu amigo, repito lo escrito arriba, existe una confianza que tampoco la hace ajena a ti, ni se puede considerar como un desconocido). El haber compartido con estas personas emociones y sensaciones en los tiempos en los que estos eran plenamente sinceros y nobles, donde no había mayor interés en la amistad que la amistad en sí misma (pensad en la amistad de los niños y púberes) hace que la sensación de afecto que sintamos de la otra persona lo tomemos como sincero, y sin la mediación de otros intereses subyacentes (dinero, trabajo, poder, etc.).

Es tal vez por eso que cuando nos reencontramos con personas que han formado parte de nuestro sintamos los coletazos aún hoy de aquellos sentimientos puros y nobles. Y es por eso también, quiero creer, que las amistades que se forjan en los primeros años de nuestra juventud durarán para siempre, porque están fundadas sobre esos mismos sentimientos nobles que decía, sin que medie otro tipo de interés o compromiso que desvirtúe a la propia amistad.

¿Sucede esto mismo con las naciones y sociedades? ¿Es por eso tan necesaria la historia común de los pueblos y es por eso el constante y continuo esfuerzo por reescribirla e inventarla? Eso ya lo dejaremos para otro entrada.

Cabe también sorprenderse, y tal vez otro día vuelva sobre el mismo tema, de cómo (retomemos la imagen del grupo de niños en el parque) seres completamente uniformes las personalidades, experiencias y prioridades hayan hecho llegar a cada uno a lugares tan extraordinariamente diferentes, siendo cada uno de estos lugares de la vida, además, opciones de vida que probablemente también nosotros podríamos haber cursado. ¿Dónde se determinan las vidas? ¿Cuándo los caminos comienzan a separarse? ¿Cuándo uno conforme la esencia de lo que realmente será el resto de su vida? Estas cuestiones, como las anteriores, las dejaremos para otra entrada.

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11 marzo 2017

La La Land o el Amor Posmoderno

Amar es una oportunidad, un motivo sublime que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo, para volverse mundo.
Rainer María Rilke

Esta entrada contiene contenido de la película. Si el que está leyendo estas líneas no la ha visto, le recomiendo no leerla hasta que no lo haya hecho. Una vez advertido el lector, y más allá de las consideraciones cinematográficas que pudieran hacerse (y que yo no voy a hacer en esta entrada), procedo a argumentar por qué creo que es una gran película. Entiendo que la película es un reflejo fiel a las relaciones sentimentales en plena posmodernidad. Y explico por qué.



Los protagonistas se encuentran por azares de la vida (como suelen encontrarse las parejas, en realidad) y entre ellos nace una química especial quizás basada en la singularidad de sus personalidades. Ninguno de ellos es un tipo corriente. Al revés, a ambos podríamos calificarlos de extravagantes, con un barniz de idealistas y soñadores. La atracción no se hace esperar y la relación, debido a cómo congenian sus caracteres, se desarrolla en la más profunda armonía.

Ambos, como soñadores que son e hijos de su tiempo, tienen sus aspiraciones individuales. Aspiraciones que llevan arrastrando muy probablemente desde su más ¿volátil? Adolescencia y que traen consigo hasta su presente. Ambas pasiones ligadas con las artes, con la creatividad. El carácter de ambos, además, favorece esta persecución de sueños que realmente es una aproximación cómoda de sus sueños, una adaptación “segura” de los mismos, en el fondo una desvirtuación. De lo que se acaba tratando es en una falsa búsqueda del sueño, de una imposición de la individualidad (pero no de la individualidad original, del sueño original, sino de la adaptación nacida a causa de no haber centrado plenamente los esfuerzos en la relación).

Poco a poco esta necesidad de individualidad los va alejando el uno del otro hasta que, por la distancia espacio-temporal, acaban rompiendo la relación, ya que ninguno es capaz de sacrificar esa individualidad, ese yo, por la relación; ni, por otro lado, son capaces de negociar un término en común.

Al final de la película se muestra una especie de final alternativo en el que ellos, en lugar de escogerse a sí mismos, escogen la relación y apartan del camino todo lo que los aleje del amor. Siguiendo esta línea, se ve como ambos consiguen llevar una vida plena en el plano individual (ninguno renuncia a sus pasiones, actuación y música) y además se ven reforzados por una vida plena en el amor.

El final de ellos, sin embargo, muestra cómo la mediocridad en la vida personal se ha apoderado de ellos aunque han triunfado y satisfecho plenamente sus iniciales ambiciones individuales.

Como bien titula la entrada, creo que esta película es un resumen perfecto de las relaciones posmodernas: el individuo en su vertiente más egoísta está en el centro de todas las cosas. El yo impera por encima de todo y la construcción y satisfacción directa del yo puede incluso llevar a socavar otro tipo de dimensiones que únicamente pueden satisfacerse a través (es decir, con) otra persona.

¿Merece la pena el sacrificio de una vida quizás más plena basada en otras personas que la satisfacción de unas ambiciones individuales muchas veces intelectualizadas y casi impuestas desde fuera (de terceros o de la sociedad? Quizás ésta debería ser una pregunta fundamental que habríamos de hacernos cada uno de nosotros. ¿Nos hacen nuestras ambiciones/sueños individuales más plenos que vivir el amor con otra persona?

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24 enero 2017

La Artística Deformación de la Memoria

Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges

La memoria es como una fotografía tras retocarla. La materia prima está ahí: el instante que queda inmortalizado existió sin duda, pero se muestra al mundo con los contornos perfilados y las texturas redefinidas. Tras los efectos, la fotografía queda realzada en sus elementos y aumenta la intensidad de las emociones que provoca. Igual sucede con los recuerdos. El tiempo es el artista del pasado que consigue difuminar las formas y realzar deteterminadas figuras, intensificando los sentimientos que almacenó pero con un barniz artístico, con un aroma diferente.

Los recuerdos quedan ahí, como quedan las fotografías tras los filtros. En la memoria. Y evocan cosas que nunca llegaron a ser tal cual se recuerdan. Igual que ocurre con las fotos. Y de esta misma manera, nos impulsan (como el arte mismo) a dibujar momentos, instantes y sensaciones que serán artísticamente deformados con el inevitable paso del tiempo.

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