19 noviembre 2014

La Temporalidad de los Hechos

No hay tiempo que no se acabe ni tiento que no se corte.
José Hernández

Los hechos o eventos pueden clasificarse de muchas maneras, y una de ellas, de la que quiero hablar en esta entrada, es su temporalidad o duración en el tiempo. Teniendo como criterio clasificador este parámetro, a los hechos los podríamos dividir en dos clases (seguramente si se afinara más, podrían deducirse unas tantas más, pero permitidme la simplicidad): de acontecimiento único o de duración en el tiempo (de tracto sucesivo, siguiendo el lenguaje jurídico).


Los primero de ellos, los de acontecimiento único, no llevan necesariamente aparejados que se realicen en un único momento concreto de tiempo, es decir, que sean un segundo o minuto concreto. Se trata, más bien, de eventos que no llevan una repetición aparejada, que no son repetibles a lo largo del tiempo. O, más concreto, que su periodicidad, en caso de que se tenga, es conocida y concreta. Por ejemplo, cuando alguien visita una ciudad o hace un viaje concreto (piénsese en un viaje de estudios), éste tiene una duración determinada, un periodo de tiempo más o menos prolongado, pero se entiende que el viaje es único, que no se va a volver a repetir en el tiempo. También, por poner un ejemplo de una actividad periódica, cuando uno estudia una carrera, no tiene en mente hacer otra (sálvense algunos especímenes raros).

Por el contrario, los eventos de duración en el tiempo no tienen un final determinado, pueden volver a realizarse o disfrutarse de manera indefinida a lo largo del tiempo. Piénsese para este caso a aquella persona que se compra un piso en la playa. No tiene pensado un número concreto de usos (a diferencia de quien alquila una quincena, que sí), sino que espera de éste que su uso sea indeterminado de veces y prolongado en el tiempo. Casi infinito, podríamos decir.

Cualquiera de estos hechos o eventos puede ser catalogado en uno u otro grupo. Lo que los diferencia no es la actividad en sí, sino la expectativa de duración. Es esta expectativa la que los encasilla realmente en uno u otro grupo y no su duración efectiva. Y es la frustración de esta expectativa la que a veces nos descoloca con respecto a los hechos en sí. Prácticamente cualquier actividad puede ser colocada en uno de esos grupos. Los problemas vienen cuando creemos que el hecho en cuestión pertenece a una de estas categorías, siendo la realidad, que son parte de la otra.

Leer más

10 noviembre 2014

Metafísica de la Opiniones

Nuestras opiniones son la piel en la que queremos ser vistos
Nietzsche

En los tiempos que corren parece que no tener una opinión sobre algo te convierte en un ignorante. Pareciera, como digo, que carecer de opinión significara no pensar, no reflexionar sobre un tema en concreto sobre el que se debate o se discute. Por no hablar no ya de los temas de “actualidad” o alcance general, sino de los temas más personales o particulares de cada uno de nosotros o, más bien, porque así suele ser, de los otros.


El mundo de hoy casi nos impone una opinión. Que la opinión esté fundamentada o no es lo de menos. Lo importante es tener una opinión y, a ser posible, adherirte al bando que profesa esa opinión.

Ciertamente hay muchos tipos de opiniones de la misma manera que hay diversas variantes sobre qué se puede opinar. Tal vez otro día escriba una entrada haciendo un intento de sistematizar estas dos cuestiones, pero hoy tengo más interés en reflexionar sobre lo que podría llamarse la “metafísica” de la opinión.

Una opinión, al fin y al cabo, es un juicio de valor sobre un tema en concreto. Supone valorar algo. Calificarlo como bueno o malo, con la dificultad que traen consigo los conceptos de bien y de mal (en este blog hay algunas entradas al respecto). Es, por tanto, con todos los matices que puede llevar aparejada la opinión, una decisión binaria: un sí o un no.

Los individuos, muchas veces, antes de procurar una elaboración de una opinión a través de los hechos como tales, se adhieren a opiniones ya establecidas. Esto puede deberse a múltiples factores, tales como la confianza que inspira el opinante original (cuando no devoción), a la pereza de recopilar hechos, a la opinión que puede suscitar en otros el opinar de una u otra forma, etc. El caso es que no pocas veces la opinión que se tienen sobre determinadas temáticas no son originales, sino que son “prestadas” (por no decir robadas).

Una vez que tenemos una opinión sobre algo, necesariamente hemos de adoptar una actitud hacia ese algo, basándonos en esa misma opinión. Que algo sea bueno o malo genera necesariamente aceptación o rechazo, además de otra serie de actitudes que básicamente derivan de ésta. Nuestra conducta y actitud hacia las cosas se ve influenciada necesariamente por estas opiniones.

Pero esta actitudes y opiniones no sólo generan una aceptación o rechazo sobre las personas a las que van dirigidas las acciones, sino que también, el hecho de opinar de una u otra manera genera una aceptación o rechazo en los opinantes originales, que en cierta manera, sienten que han convencido al sujeto en cuestión. Esto puede verse especialmente en materia de consejos: cuando uno aconseja a alguien espera de éste que siga dicho consejo. No olvidemos que un consejo, en la inmensa mayoría de los casos, no es más que una opinión ante una situación o problema concreto.

Además de esto, hay que tener en cuenta una cosa: cuando opinamos, el producto de nuestra opinión es fruto de nuestras circunstancias en ese momento. Una misma cuestión puede ser vista de diferentes manera en momentos distintos de tiempo y ya no tan sólo porque nuestra configuración mental del mundo haya cambiado, sino porque nuestros sentimientos o estado de ánimo también ha mutado. Por eso, cuando opinamos, no sólo lo hacemos con base en un criterio racional, sino que lo que hacemos también es sufrir una suerte de empatía con el otro: nos ponemos en su pellejo, pero con nuestras propias sensaciones y experiencia.

En estos casos, esto es, cuando recibimos opiniones de otros, parece que el que debe actuar o tomar una determinada actitud, siguiendo o no las indicaciones o criterios ajenos, se descarga de responsabilidad. Cuando alguien sigue un consejo o una opinión ajena, siente que la responsabilidad se diluye, se evade, ya que el pensamiento o la determinación no es propiamente suyo. Sin embargo, habríamos de ser conscientes de que cuando seguimos una determinada línea de actuación, aunque ésta venga inspirada por otros individuos, somos nosotros mismos los responsables de las acciones y de las consecuencias, no cabiendo traspasar la responsabilidad a nadie más que a nosotros.

No son éstos, sin embargo, los únicos problemas de las opiniones. ¿Cuándo una opinión se convierte en verdad? ¿Cuándo una opinión es verdadera? Esto, me temo, será objeto ya de otra entrada.

Leer más