15 febrero 2007

Todo llega

Todo llega para quien sabe esperar
Henry Longfellow


Y por fin acabé los exámenes. Ya de nuevo vuelvo a ser persona a efectos de la distribución del tiempo. De nuevo puedo dedicarle tiempo a pensar una entrada para el blog, a seguir leyendo los libros aparcados, a emprender nuevos relatos, a sentarme a pensar.

Y es curioso, que la primera sensación que siento no es de alivio, sino una más cercana al desamparo, al no saber qué hacer. Acabo de terminar un mes largas jornadas delante de libros y apuntes, de los cuáles no todos te apasionan como podría hacer un poema, o delante del ordenador, programando y haciendo memorias que sabes que nadie va a leer; acabo de todo eso y me siento desconsolado, vacío. No siento nada. Sólo una pesadez en los ojos y en el espíritu.

Tengo ganas de sentarme al sol en un banco, cerrar los ojos y no pensar en nada. Escuchar el silencio, tocarlo, acariciarlo. Ahora mismo sería un buen momento para huir al Paseo de los Tristes y pasar allí las horas muertas, mirando la Alhambra o mirando al cielo, que aunque no se aprecia con total plenitud, hace disfrutar a los sentidos de forma similar.

Quiero pasarme las horas sin hacer nada, simplemente conversando. Hablando de todo y nada, del cielo y la tierra, de sueños y fracasos. Recordar y predecir. Emprender. Pensar tranquilamente el argumento de un relato, o contar las ciudades que quieres visitar. Recordar los rosetones de las catedrales o imaginarte ante el Coliseo romano.

Pero nada de eso ocurrirá ahora. Simplemente una vez que cierre los ojos quedaré rendido ante el agotamiento. Y ya mañana será otro día.

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