La indigestión es la encargada de predicar la moral al estómago.
Tanto la política como la ética son dos descendientes directos de la filosofía. En ambas dos se analiza cómo es y cómo ha de ser el comportamiento humano, con la salvedad de que en la segunda se analiza al individuo de manera individual, desde unas convicciones meramente personales; y en la segunda se analiza cómo han los individuos de organizarse para convivir de una manera óptima.
Obviamente, el hecho de que sean necesarias una o varias personas para conformar esta organización, implica que esta o varias personas son individuos, y por tanto portadores de una moral encuadrada dentro de una ética.
Surge, pues, en el gobernante, legislador o juez (suponiendo de una separación de poderes) cómo actuar, ya que, a pesar de unas convicciones personales, ha de promover siempre, debido a su ocupación en la estructura de organización política, el bien común. Es posible que este bien común, este bienestar, sino de todos al menos de la mayoría, entre en contradicción con las convicciones personales de cada uno. Supongamos el caso del gobernante que se encuentra ante una enfermedad de un animal, altamente contagiosa y letal en el género humano, cuyo único tratamiento habría de ser la muerte del animal. Supongamos asimismo que este gobernante es contrario a la muerte de los animales. ¿Cómo habría de actuar este gobernante? ¿Qué es primero, individuo o gobernante?
Supongo que ante este caso la respuesta de la mayoría es más que obvia. Y es obvia porque miramos desde nuestra moral. Pero ¿y si fuera un ser humano a quién habría que sacrificar? Aquí seguramente las respuestas se equipararían. Y tanto una como otra respuesta son comprensibles.
Es comprensible, en primer lugar, que este gobernante se negara a sacrificar a nadie; ya que entiende que en su calidad de individuo no es bueno ni justo acabar con la vida de nadie. La cosa cambiaría desde la perspectiva del gobernante. Él ha sido designado como gobernante para salvaguardar la vida y el bienestar de esa sociedad, y es por tanto su obligación moral. No es comparable, podría pensar él, la vida de un individuo con la de toda una sociedad. Su obligación, puede pensar, es salvaguardar la sociedad, el bienestar de la misma, y por tanto, habría de sacrificarlo por el bien de los demás. El fin justifica los medios, que dijo Maquiavelo.
Pero, ¿y nosotros? ¿Qué pensaríamos cada uno de nosotros como parte de esa sociedad que sólo puede salvarse en caso del sacrificio de esa vida? Mucho me temo que todos seríamos partidarios de sacrificar al enfermo, en pro de nuestra vida. Salvo el caso en que nosotros fuéramos esos enfermos, y apelaríamos a la moral y al derecho a la vida por encima de todo.
Y es que mucho me temo, que por encima de toda moral, o mejor dicho, en el puesto más elevado de toda moral, está el instinto de supervivencia individual. En un caso extremo, donde nuestra vida verdaderamente pendiera de un hilo, siempre abogaríamos por salvarnos. Y es sólo cuando nuestra vida anda a salvo cuando nos planteamos sobre la vida de los demás.
Es por eso que conciliar ética y política es harto difícil. Porque es necesario atarse a una moral deontológica muy robusta para no dejarse llevar por los numerosos cantos de sirena que a la política acompañan.
Victor Hugo
Tanto la política como la ética son dos descendientes directos de la filosofía. En ambas dos se analiza cómo es y cómo ha de ser el comportamiento humano, con la salvedad de que en la segunda se analiza al individuo de manera individual, desde unas convicciones meramente personales; y en la segunda se analiza cómo han los individuos de organizarse para convivir de una manera óptima.
Obviamente, el hecho de que sean necesarias una o varias personas para conformar esta organización, implica que esta o varias personas son individuos, y por tanto portadores de una moral encuadrada dentro de una ética.
Surge, pues, en el gobernante, legislador o juez (suponiendo de una separación de poderes) cómo actuar, ya que, a pesar de unas convicciones personales, ha de promover siempre, debido a su ocupación en la estructura de organización política, el bien común. Es posible que este bien común, este bienestar, sino de todos al menos de la mayoría, entre en contradicción con las convicciones personales de cada uno. Supongamos el caso del gobernante que se encuentra ante una enfermedad de un animal, altamente contagiosa y letal en el género humano, cuyo único tratamiento habría de ser la muerte del animal. Supongamos asimismo que este gobernante es contrario a la muerte de los animales. ¿Cómo habría de actuar este gobernante? ¿Qué es primero, individuo o gobernante?
Supongo que ante este caso la respuesta de la mayoría es más que obvia. Y es obvia porque miramos desde nuestra moral. Pero ¿y si fuera un ser humano a quién habría que sacrificar? Aquí seguramente las respuestas se equipararían. Y tanto una como otra respuesta son comprensibles.
Es comprensible, en primer lugar, que este gobernante se negara a sacrificar a nadie; ya que entiende que en su calidad de individuo no es bueno ni justo acabar con la vida de nadie. La cosa cambiaría desde la perspectiva del gobernante. Él ha sido designado como gobernante para salvaguardar la vida y el bienestar de esa sociedad, y es por tanto su obligación moral. No es comparable, podría pensar él, la vida de un individuo con la de toda una sociedad. Su obligación, puede pensar, es salvaguardar la sociedad, el bienestar de la misma, y por tanto, habría de sacrificarlo por el bien de los demás. El fin justifica los medios, que dijo Maquiavelo.
Pero, ¿y nosotros? ¿Qué pensaríamos cada uno de nosotros como parte de esa sociedad que sólo puede salvarse en caso del sacrificio de esa vida? Mucho me temo que todos seríamos partidarios de sacrificar al enfermo, en pro de nuestra vida. Salvo el caso en que nosotros fuéramos esos enfermos, y apelaríamos a la moral y al derecho a la vida por encima de todo.
Y es que mucho me temo, que por encima de toda moral, o mejor dicho, en el puesto más elevado de toda moral, está el instinto de supervivencia individual. En un caso extremo, donde nuestra vida verdaderamente pendiera de un hilo, siempre abogaríamos por salvarnos. Y es sólo cuando nuestra vida anda a salvo cuando nos planteamos sobre la vida de los demás.
Es por eso que conciliar ética y política es harto difícil. Porque es necesario atarse a una moral deontológica muy robusta para no dejarse llevar por los numerosos cantos de sirena que a la política acompañan.
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