El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer.
Mariano José de Larra
El ser humano es un animal cómodo. En cuanto tiene la ocasión se adapta a esa comodidad y a ese “buen vivir” y pronto deja los debates internos y su evolución personal. Le ocurre con los placeres físicos como con las verdades intelectuales.
Como ya bien dijo Darwin, la especie que sobrevive no es la más fuerte, sino la que mejor se adapta al cambio; y el ser humano tiene, en muchas ocasiones, la cabeza y la disposición prevista para el conservadurismo. ¿O cuántas personas se han cambiado de equipo de fútbol una vez ha aceptado que el suyo es el mejor, o por lo menos “suyo”, pese a que su presidente o cualquier miembro de club se manifieste en contra de uno mismo? (no en contra del directivo en cuestión, sino en contra nuestra). Pueden sucederse todas las barbaridades del mundo para con ese club, que nosotros seguiremos fieles a “nuestros colores”.
Y es que una vez que hemos creído encontrar una verdad que marque y fije nuestra realidad, nos cuesta horrores deshacerla, cambiarla o permutarla por otra. Es quizás por lo que durante tantos siglos la gente que nacía cristiana y creía en Dios no se hubiera planteado nunca que quizás ese Dios no exista, o que no sea como la Iglesia lo venda, o ambas cosas. Porque nos resulta mucho más cómodo creer una mentira que replantearnos toda una serie de axiomas.
Y en política, sobre todo en la española, es donde más claro se ve el panorama. Una disciplina, que se presupone intelectual, resulta al final ser más sentimental que el fútbol. En España hemos dejado de creer en las ideas, en los resultados de los Gobiernos, en la bondad o maldad de las leyes que promulgan para fijarnos únicamente en las siglas del partido en las que milita. Hemos hecho la política una cuestión de colores, de bandos, de equipos; donde el mío es el mejor y el tuyo el más detestable. Y aunque el “enemigo” tenga ideas magníficas, jamás seremos capaces de reconocerlas como tales.
Por eso, igual que por lo mismo que la gente seguía con devoción a la Iglesia pese a las atrocidades de la Inquisición, nosotros seguimos como borregos a los líderes de nuestros “colores”. Los hemos encasillado como buenos, y de ahí no hay quién los saque. Somos incapaces de analizar si son buenos o malos, sencillamente porque no queremos. No queremos cambiar de parecer, queremos seguir creyendo, aunque haya evidencias evidentes de lo contrario.
Nos gusta creer a ciegas; y precisamente ese es uno de los grandes males que pueden acontecerle a una democracia.
Como ya bien dijo Darwin, la especie que sobrevive no es la más fuerte, sino la que mejor se adapta al cambio; y el ser humano tiene, en muchas ocasiones, la cabeza y la disposición prevista para el conservadurismo. ¿O cuántas personas se han cambiado de equipo de fútbol una vez ha aceptado que el suyo es el mejor, o por lo menos “suyo”, pese a que su presidente o cualquier miembro de club se manifieste en contra de uno mismo? (no en contra del directivo en cuestión, sino en contra nuestra). Pueden sucederse todas las barbaridades del mundo para con ese club, que nosotros seguiremos fieles a “nuestros colores”.
Y es que una vez que hemos creído encontrar una verdad que marque y fije nuestra realidad, nos cuesta horrores deshacerla, cambiarla o permutarla por otra. Es quizás por lo que durante tantos siglos la gente que nacía cristiana y creía en Dios no se hubiera planteado nunca que quizás ese Dios no exista, o que no sea como la Iglesia lo venda, o ambas cosas. Porque nos resulta mucho más cómodo creer una mentira que replantearnos toda una serie de axiomas.
Y en política, sobre todo en la española, es donde más claro se ve el panorama. Una disciplina, que se presupone intelectual, resulta al final ser más sentimental que el fútbol. En España hemos dejado de creer en las ideas, en los resultados de los Gobiernos, en la bondad o maldad de las leyes que promulgan para fijarnos únicamente en las siglas del partido en las que milita. Hemos hecho la política una cuestión de colores, de bandos, de equipos; donde el mío es el mejor y el tuyo el más detestable. Y aunque el “enemigo” tenga ideas magníficas, jamás seremos capaces de reconocerlas como tales.
Por eso, igual que por lo mismo que la gente seguía con devoción a la Iglesia pese a las atrocidades de la Inquisición, nosotros seguimos como borregos a los líderes de nuestros “colores”. Los hemos encasillado como buenos, y de ahí no hay quién los saque. Somos incapaces de analizar si son buenos o malos, sencillamente porque no queremos. No queremos cambiar de parecer, queremos seguir creyendo, aunque haya evidencias evidentes de lo contrario.
Nos gusta creer a ciegas; y precisamente ese es uno de los grandes males que pueden acontecerle a una democracia.
2 comentarios:
Totally agree. La verdad es que me llega poco del panorama español, gotitas, lo que me aparece en iGoogle y poco más; pero suficiente para ver por dónde van los tiros.
Esa comodidad también se la han ajudicado nuestros líderes. Antes, cuando el pueblo tronaba y era digno de temer, cuando se lanzaba a la calle pidiendo el derecho al voto y arrasaba con lo que se pusiera por delante, los políticos se pensaban dos veces las cosas antes de decirlas o hacerlas.
Ahora, la política entra en las aulas imponiendo sus ideales en las mentes jóvenes y nosotros... nosotros miramos desde el burladero, no nos vaya a coger el toro.
Un abrazo desde Alemania, nos vemos pronto! Ah! y ya eres un camadara ;)
Me alegra verte por aquí Edén. A ver cuando una visita para que en una tarde arreglemos el mundo.
Otro abrazo!
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