30 octubre 2017

Juventud (I): la falsa infinitud del tiempo

De mis disparates de juventud lo que más pena me da no es el haberlos cometido, sino el no poder volver a cometerlos.
Pierre Benoit

Ortega y Gasset distinguía en las épocas de la Humanidad algunas en las que imperaban los caracteres masculinos y otras en los que, por contra, eran los femeninos los que marcaban el sino de su tiempo. De igual manera, hablaba de épocas que estaban marcadas por los valores de la juventud y otras por los de la madurez o senectud. Los tiempos posmodernos en los que vivimos, dentro de esta segunda clasificación orteguiana, puede describirse como una época de valores ligados a la juventud.


Como corolario de esto, la comprensión y el estudio de la juventud y sus características supone una herramienta para intentar comprender mejor la época en la que vivimos. Lo que pretendo en esta entrada (y espero que en las subsiguientes) es analizar qué supone esta juventud, qué se esconde detrás de ella y qué rasgos la hacen diferente a otras etapas de la vida del ser humano.

La juventud tiene diferentes rasgos que la diferencia de otras etapas. Uno de ellos (al menos en su fase más temprana, en lo que podemos llamar primera juventud) es la soberbia inconsciente de saber (creer, vivir como si así fuera) que no se va a morir jamás, que todo lo que me es posible hoy, me lo será siempre. Se trata de esa forma de mirar la vida de tal manera que la variable tiempo no es un problema, porque se sabe (se cree) que la vida durará siempre y que siempre se está a tiempo de todo.

La juventud vive sin prisa, segura de sí misma, viviéndola de tal manera que pareciera que esa misma juventud durará sine díe. La juventud es inconsciente de su finitud. No se imagina otro estado posible. No acaba de asimilar el inexorable paso del tiempo.

Sin embargo, paradójicamente, esta etapa no es eterna y uno va comenzando a dejar atrás esta época, a cambiar de etapa, cuando toma conciencia de que el tiempo es finito, de que no todo lo que uno ambiciona puede conseguirse, que hay momentos y personas en la vida que jamás regresan. A veces esta toma de conciencia se torna traumática (que no es otra cosa que negación y/o ausencia de aceptación) y uno empieza a convertir en su objetivo la optimización del tiempo: el hacer lo máximo posible en el menor tiempo, de tal manera que no quede en el tintero de la conciencia la culpa de no haber aprovechado al máximo los sabores de la temprana edad.

Tras esta crisis, uno comienza a aceptar que el tiempo es finito y que una de las claves de la vida es aprender a renunciar: tomar conciencia de que el mundo, las personas y sus prioridades cambian. No se puede estar en todos sitios ni se puede hacer de todo. Uno empieza a aprender a elegir y a dejar atrás. Poco a poco, con el tiempo, uno comienza a disfrutar con lo que le es dado, sin la presión interna de la voracidad por exprimir el tiempo. Empieza a realmente disfrutar de lo que hace con el saber interiorizado de que nada es para siempre y, precisamente por eso, tiene que disfrutar lo que hace como si nunca más volviera a repetirse, aunque con la tranquilidad de haber asumido la lección que en la juventud se desconoce, esto es, que parte de la vida es justamente no volver a repetir jamás.

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