13 octubre 2012

La Nación como Base de Solidaridad

El sentido moral es de gran importancia. Cuando desaparece de una nación, toda la estructura social va hacia el derrumbe.
Alexis Carrel

Leyendo un comentario en una red social me surge una reflexión sobre el egoísmo del ser humano. Negarle a éste su más básico instinto de supervivencia y querer negar que el progreso de “lo suyo” y de “los suyos” no sea aquello que mueva sus acciones es querer eliminar del hombre una de sus más básicas dimensiones, es querer borrar de él uno de sus más primarios instintos. Pero, ¿cuál es el límite de “los suyos”? ¿Hasta dónde llega el grado o sentimiento de pertenencia? Este es, probablemente, uno de los elementos que distinguen a los Estados de las Naciones.

Es en los momentos de penuria cuando salen a la luz las rencillas y conflictos. Durante la bonanza, sin embargo, todo queda soslayado por un bienestar material que solapa el conflicto espiritual o inmaterial. Los viajes y fiestas, entre otros eventos, pueden disimular de alguna manera las fricciones en el interior de los grupos. Este fenómeno ocurre en todos los ámbitos: grupos de amigos, familias e incluso sociedades. Es por ello que la existencia de nexos y vínculos fuertes, más allá de un mero compartir bienestar, se hacen imprescindibles si se quiere que las dificultades no supongan el deterioro de los vínculos.

En estos momentos difíciles los grupos se hacen más fuertes si la colectividad está bien definida y los miembros de la misma se sienten como tales, parte integrante de un todo.

En la dificultad, sobre todo cuando el individuo ve peligrar su existencia (entiéndase ésta en un sentido amplio), la tendencia es a salvarse a sí mismo a cualquier precio. Ese “sí mismo” conlleva, por lo general, la familia, en especial la más cercana. La familia, prácticamente para la mayoría de la población, forma parte de uno mismo y el sacrificio por ésta se concibe como natural. Analizando esto con detenimiento, lo que a primera vista se nos presenta como natural no lo es tal si tomamos al individuo como referencia, como unidad básica que compone la sociedad. Así, siendo puramente racionales, parece lógico que “uno mismo” no suponga más que el individuo. Sin embargo, debido a la cultura o a otra forma de control y de socialización, sentimos a la familia como una extensión de nosotros, como parte de nosotros mismos.

Esta misma sensación, o al menos una similar, es observable en las naciones fuertes, en aquellos países en los que los individuos se sienten parte de un mismo colectivo y en los que la solidaridad de sus miembros no es forzada, sino real, porque hay una entidad superior que los agrupa, que los convierte a todos partes de un mismo todo: la nación.

Tal vez por ello, hoy en día, en la España de los diecisiete territorios, sea esto más difícil. Los agravios entre unos y otros se han convertido en el pan de cada día y pareciera como que los vínculos de solidaridad entre los ciudadanos ya no los diera la españolidad, sino la pertenencia a una determinada región, provincia o municipio.

Puede que sea éste uno de los factores que compliquen la salida de la crisis. Factor por supuesto inmaterial, alejado de la economía y el desempleo, pero no por ello menos importante. Si a un ciudadano le duele ceder riqueza en provecho de otro, la cesión de ésta no será pacífica, sino traumática, y pronto se convertirá en un futuro agravio que arrojar. La nación puede tener múltiples significados y funciones, pero uno de ellos, sin duda, es la creación de lazos de solidaridad y pertenencia entre sus ciudadanos.

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