Todo poder es deber.
Víctor Hugo
Ha sido y siempre será una de las mayores ambiciones por el hombre. El poder, al igual que el dinero y tal vez por su estrecho paralelismo, ha sido motivo de discordia y guerras entre hombres.
El poder no llega a ser más que un acuerdo tácito donde entregamos a cierta persona o grupo de ellas legitimidad para dirigir a otro grupo. El poder es algo que se entrega, algo que por nuestra condición y tradición humana se tiende a respetar y en ningún caso plantear.
Por ejemplo entre un grupo de personas, pongamos un equipo de fútbol, se designa a una persona que fuera el encargado de decidir quién juega y quién no juega. En principio nadie rebatiría las decisiones por éste tomadas. Todas sus alineaciones y cambios serían acatadas pese al desacuerdo. Pero, ¿y si un día uno de los jugadores no estuviera de acuerdo con las decisiones del entrenador y protestara? Podría pasar dos cosas: una, que el resto del equipo siguiera asumiendo el poder del entrenador para designar las demarcaciones; y otra, que todo el equipo secundara a este jugador rebelde. Si pasara la segunda de las hipótesis, el entrenador perdería su poder, porque ninguno de los jugadores le seguiría otorgando legitimidad en sus decisiones, y le retirarían, mediante la desobediencia, el poder previamente asignado.
Con esto no quiero decir más que somos los individuos los que otorgamos el poder; los que asignamos un poder moral sobre nosotros, y que somos nosotros mismos los que somos capaces de derrocar cualquier poder, mediante la insumisión. Somos nosotros también los que legitimamos el poder. Si en el ejemplo anterior, el equipo respalda moralmente al entrenador, este jugador desairado no tiene nada qué hacer contra él. Si se encerrara a un rey en una habitación con un ciudadano, ¿tendría el rey poder alguno sobre él? No más que el que las normas de convivencia le otorguen.
Somos nosotros quienes aceptamos el poder sin plantearnos si estamos otorgándolo a las personas correctas, a las que propugnan nuestro beneficio antes que el suyo propio. Aceptamos nosotros sin más consecuencias el poder, y a todo aquel que cuestiona la legitimidad del poder lo miramos raro.
La vanidad y soberbia humana son infinitas. Son estos los dos grandes motivos por los que una persona decide entrar en el poder. El hecho de ser más que el resto de mortales, de poder imponer unos caprichos y conductas al resto de semejantes realiza al ser humano. Sin embargo, el poder conlleva una responsabilidad. Conlleva a la delimitación del camino a seguir por los que se encuentran bajo ese poder, aunque esto frecuentemente se olvida.
Culpa de ello teneos nosotros también, que no castigamos a aquel que mal utiliza el poder. Dejamos impunes a todos aquellos que con el dinero de todos, deciden emplearlo en sus fortunas y caprichos personales. No hay una ley de responsabilidades políticas a aquellos gobernantes que no han sabido gestionar el poder que el pueblo le ha otorgado. Y lo peor no es que sea por negligencia o ignorancia; sino por ambición y sed de poder.
El poder no llega a ser más que un acuerdo tácito donde entregamos a cierta persona o grupo de ellas legitimidad para dirigir a otro grupo. El poder es algo que se entrega, algo que por nuestra condición y tradición humana se tiende a respetar y en ningún caso plantear.
Por ejemplo entre un grupo de personas, pongamos un equipo de fútbol, se designa a una persona que fuera el encargado de decidir quién juega y quién no juega. En principio nadie rebatiría las decisiones por éste tomadas. Todas sus alineaciones y cambios serían acatadas pese al desacuerdo. Pero, ¿y si un día uno de los jugadores no estuviera de acuerdo con las decisiones del entrenador y protestara? Podría pasar dos cosas: una, que el resto del equipo siguiera asumiendo el poder del entrenador para designar las demarcaciones; y otra, que todo el equipo secundara a este jugador rebelde. Si pasara la segunda de las hipótesis, el entrenador perdería su poder, porque ninguno de los jugadores le seguiría otorgando legitimidad en sus decisiones, y le retirarían, mediante la desobediencia, el poder previamente asignado.
Con esto no quiero decir más que somos los individuos los que otorgamos el poder; los que asignamos un poder moral sobre nosotros, y que somos nosotros mismos los que somos capaces de derrocar cualquier poder, mediante la insumisión. Somos nosotros también los que legitimamos el poder. Si en el ejemplo anterior, el equipo respalda moralmente al entrenador, este jugador desairado no tiene nada qué hacer contra él. Si se encerrara a un rey en una habitación con un ciudadano, ¿tendría el rey poder alguno sobre él? No más que el que las normas de convivencia le otorguen.
Somos nosotros quienes aceptamos el poder sin plantearnos si estamos otorgándolo a las personas correctas, a las que propugnan nuestro beneficio antes que el suyo propio. Aceptamos nosotros sin más consecuencias el poder, y a todo aquel que cuestiona la legitimidad del poder lo miramos raro.
La vanidad y soberbia humana son infinitas. Son estos los dos grandes motivos por los que una persona decide entrar en el poder. El hecho de ser más que el resto de mortales, de poder imponer unos caprichos y conductas al resto de semejantes realiza al ser humano. Sin embargo, el poder conlleva una responsabilidad. Conlleva a la delimitación del camino a seguir por los que se encuentran bajo ese poder, aunque esto frecuentemente se olvida.
Culpa de ello teneos nosotros también, que no castigamos a aquel que mal utiliza el poder. Dejamos impunes a todos aquellos que con el dinero de todos, deciden emplearlo en sus fortunas y caprichos personales. No hay una ley de responsabilidades políticas a aquellos gobernantes que no han sabido gestionar el poder que el pueblo le ha otorgado. Y lo peor no es que sea por negligencia o ignorancia; sino por ambición y sed de poder.
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