Las personas cambian y generalmente se olvidan de comunicar dicho cambio a los demás.
Las ideas parece que son algo sagrado, intocables. Si creemos algo, que a veces no es saber sino simplemente creer, nos aferramos a defenderlo a toda costa, dejando entrever nuestro orgullo y soberbia. Curiosamente el ser humano defiende más afanosamente lo que cree que lo que sabe. Quizás porque necesita una prueba en sí mismo de que lo que cree es cierto.
Tenemos unos deseos de cambio sobre algo que nos molesta sobre nosotros mismos, y llegado el día, decidimos hacerle frente y cambiar o poner remedio a esa manía o defecto. Sin embargo, si decidimos contar ese cambio de hábito a alguien, éste cambio llega a convertirse en un ideal, más que en un hecho, y pasa absolutamente igual que con el resto de ideas: que llegan a ser obstinaciones, y comenzamos a promover ese cambio olvidándonos entonces de que el cambio lo hacíamos por nosotros mismos, y ya lo hacemos por una demostración de fuerza de voluntad.
Y no obstante, si hubiéramos guardado esa intención en secreto, nuestra actitud hubiera sido distinta; porque mientras intentamos engañar al resto de semejantes, no podemos hacerlo con nosotros mismos. No podemos engañarnos. Y si por algún casual no pudiera consumarse el cambio, no sentiríamos nuestro orgullo herido; mientras que si hemos comentado previamente nuestras intenciones podemos ser objeto de reproche y mofa; olvidando totalmente su primitiva intención.
Paradójicamente sucede también al revés. Parece a veces asimismo que si contamos nuestras intenciones sobre cambios personales, no se entienden como propósitos hacia nosotros mismos, sino como algo que deber ser visible al resto; y ese cambio no es valorado por los demás, tal vez por la falta de sorpresa o asombro.
Como siempre, los hechos valen más que las palabras.
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