Gilbert Keith Chesterton
Existe una cierta vorágine alrededor de nosotros. Todo urge. Se trata de hacerlo todo, y de hacerlo rápido. Vivimos como si fuéramos coleccionistas de experiencias, pretendiendo siempre sumar países, conciertos, películas y pareciera que cada segundo que uno no dedica a convertir su tiempo en experiencia es un tiempo perdido. El vacío nos horroriza. Estar sin hacer algo relacionado con una experiencia nos produce la sensación de estar desaprovechando la vida. Este fenómeno, bastante común, lo podríamos denominar "prisa por vivir".
La juventud, ser joven, mantenerse joven. Estas son algunas de las máximas que imperan en nuestros días. El mundo parece rendido ante la juventud y a sus valores. Valores que podríamos identificar con vitalidad, la fuerza, el dinamismo, la belleza, la desinhibición, el comerse el mundo. Todo el que no aspire a estos ideales o esta forma de vida parece fuera de su tiempo, como si la vida hubiera de estar orientada a la experiencia si uno aspirar a formar parte de su siglo.
La otra cara de la moneda que subyace en todo esto es una posible frustración cuando ese ideal no se cumple. Cuando uno ya no pertenece a esa generación tan joven y, sin embargo, sigue empeñado en vivir como tal, insistiendo en alargar ese periodo de juventud que socialmente es concebido como una suerte de paraíso en la tierra. Ocurre precisamente en este albor de épocas cuando se empieza a sentir la presión por apurar sus últimos coletazos de juventud, por hacer esas cosas que (se supone) no podrán hacerse en el futuro, disfrutar esos días que ya no volverán jamás. Empieza a vivirse una nostalgia por adelantado, una ansiedad por estar alineado con los días y haber disfrutado y exprimido todo el jugo de la juventud.
Sin embargo, todo esto no es más que una quimera. Es como el horizonte, por más que andemos, nunca lo alcanzaremos. Nunca satisfaceremos todos nuestros deseos fundados en la experiencia: siempre quedarán sitios para visitar, experiencias que vivir, gente a la que conocer. La vida, por suerte o por desgracia, es una infinidad de posibilidades, y nos obliga irremediablemente a escoger. Y es esa elección consigue frustrarnos a veces, porque todo a lo que renunciamos siempre será más de que consigamos o hagamos.
Las redes sociales y los nuevos medios de comunicación tampoco ayudan al joven posmoderno. La comparativa y la inmediatez son inevitables. El streaming, las fotos con filtros (que hacen más atractiva la realidad) y la saturación de información y de posibilidades. Todo eso nos hace sentir pequeños y nos hace compararnos (comparaciones que, además, no son justas, por la sencilla razón de que vemos las vidas de doscientas personas e inconscientemente las tratamos como si fuera una). Vemos todo lo que se hace a nuestro alrededor. Vemos, en directo, todo lo que nos estamos perdiendo. Y todo esto, como dije arriba, mientras sentimos la presión de que la etapa que parece la mejor de nuestra vida se nos esfuma sin que nada podamos hacer al respecto, inmersos en la idea de que nunca podremos rescatar el tiempo perdido y que lo que no consigamos ahora se perderá para siempre. Por eso tenemos prisa. Una prisa por vivir que acaba por convertirse muchas veces en ansiedad.
¿Qué hacer? ¿Cómo huye uno del tiempo en el que le ha tocado vivir? ¿Cómo desacelerar la prisa? Tal vez sería conveniente centrarnos más en nosotros mismos y procurar evadirnos de esos estímulos externos que nos aceleran. Quizás deberíamos aceptar nuestras limitaciones, edad y situación vital y no querer precipitar nada. Vivir en el hoy, sin más objetivos que el hoy (entiéndase el hoy como el presente, como un periodo de tiempo más o menos actual), con lo que ese hoy nos traiga. Probablemente la clave para no tener prisa por vivir y dejar así de sentir la urgencia vital sea, precisamente, vivir sin prisa.
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